Veladas de Literatura: Otros autores

Veladas de Literatura: Otros autores

OTROS AUTORES

LECTURA Y SELECCIÓN DE TEXTOS:

VARGAS LLOSA- KAFKA- ECO-BORGES

Beatriz Rajlin

GUSTAVE FLAUBERT, en MARIO VARGAS LLOSA,

«LA ORGIA PERPETUA»

ATURDIRSE EN LA LITERATURA… COMO EN UNA ORGIA PERPETUA

«El único medio de soportar la existencia, es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua».
«Un libro jamás fue para mí más que una manera de vivir en cualquier medio. He ahí lo que explica mis vacilaciones, mis angustias, mi lentitud».
«Mis personajes imaginarios me afectan, me persiguen o más bien soy yo que continúo en ellos. Cuando escribía el envene­namiento de Emma Bovary, tenía gusto a arsénico en la boca, estaba tan envenenado yo mismo que me di dos indigestiones  una tras otra, muy reales, puesto que vomité toda mi cena».
«Los libros no se hacen como los niños, sino como las pirámides, con un dibujo premeditado, y aportándole grandes bloques uno encima del otro, a fuerza de ríñones, de tiempo y sudor».
«Sólo se arriba al estilo con una labor atroz, con obstinación fanática y devota».
«Cuanto más bella es una idea, la frase es más sonora; esté segura. La precisión del pensamiento hace (y es ella misma) la de la palabra».
«Hay que dar vuelta todas las palabras, bajo todos sus ángulos y hacer como los padres espartanos, tirar sin piedad a la nada los que tienen los pies cojos o el pecho estrecho».
«Las frases deben agitarse en un libro como las hojas de una foresta, todas disímiles, en su similitud».
«En cuanto a mi pasión por el trabajo, la compararía a un herpes. Me rasco gritando. Es al mismo tiempo un placer y un suplicio. ¡No hago nada de lo que quiero!, porque no se eligen los temas, se imponen».
«Cuando se quiere, pequeño o grande, mezclar las obras del buen Dios, hay que comenzar, en cuanto a la higiene, por colocarse en una posición que no debe ser ingenua. Pintarás el vino, el amor, las mujeres, la gloria, a condición, buen hombre, que no seas ni borracho, ni amante, ni marido, ni colimba. Mezclado con la vida, se la ve mal, se la sufre y se la gozademasiado. El artista, en mi opinión, es una monstruosidad, algo fuera de lo natural. Todas las desgracias con que lo agobia la Providencia le vienen de la testarudez con que niega este axioma. Lo sufre y hace sufrir».
«Cuando se tiene el modelo neto, ante los ojos, se escribe siempre bien, y ¿dónde lo verdadero es más claramente visible que en las bellas exposiciones de la miseria humana?.
Tienen algo tan crudo que eso da al espíritu apetitos de caníbal. Se precipita encima para devorarlos, asimilarlos.
¡Con qué ensueños me quedé a menudo en un lecho de putas, mirando las rasgaduras de su cama!… ¡Cuántos dramas fero­ces construí en la Morgue, donde tenía la pasión de ir en otros tiempos, etc.! Creo de sobra que en este lugar tengo una facultad de percepción particular; de hecho malsana, me conozco».
FRANZ KAFKA, «NO SOY UNA LUZ»
PARA UN ESCRITOR… SOLO ASI PUEDE ESCRIBIRSE…

Esta historia de «La condena» la he escrito de un solo tirón en la noche del 22 al 23, desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Me costó mucho trabajo sacar mis piernas tiesas de tanto estar sentado debajo del escritorio.
Ese terrible esfuerzo y la alegría de ver cómo la historia iba desarrollándose ante mí, cómo iba avanzando sobre las aguas. Varias veces en esta noche mis espaldas cargaron con mi peso.
Cómo pueden decirse todas las cosas, cómo para todo, para las más extrañas ocurrencias, hay dispuesto un enorme fuego, en el cual se consumen y renacen. Tras la ventana se hizo el azul. Pasó un coche. Dos hombres cruzaron el puente. A las dos consulté por última vez el reloj. Cuando la criada pasó por primera vez por la antesala, escribí la última frase. Apagué la lámpara; luz diurna. Estos débiles dolores de corazón. Ese cansancio que desapareció mediada la noche. Mi trémula entrada en la alcoba de las hermanas. Lectura en voz alta. Antes, el es­tirarse ante la criada y decir: «He escrito hasta ahora». El aspec­to del lecho inmaculado, como si acabaran de arreglarlo. La convicción confirmada de que al escribir mis novelas me en­cuentro en las deshonrosas hondonadas del escribir. Sólo así puede escribirse, sólo en un contexto así, con esa total apertura del cuerpo y del alma…
…Por añadidura, desde hace una semana duermo como si estuviera de guardia; me despierto sobresaltado a cada instante. Los dolores de cabeza se han convertido ya en un fenómeno regular y otros nerviosismos menores y cambiantes tampoco dejan de actuar sobre mí. En resumidas cuentas: dejo de escribir por entero y me dedicaré a descansar de momento durante una semana, pero en realidad quizá llegue a hacerlo más tiempo. Ayer por la noche ya dejé de escribir, y de inmediato he gozado de un sueño incomparablemente mejor.
Cuando uno cierra las puertas y ventanas ante este mundo, todavía puede conseguirse aquí y allá la apariencia y casi el inicio de la realidad de una hermosa existencia.         .
Mi situación no es de infelicidad, pero tampoco de felicidad, no es de indiferencia, ni de debilidad, ni de cansancio, ni conlleva otro interés. Entonces ¿qué es? El que yo no lo sepa, quizá esté relacionado con mi incapacidad para escribir. Y a ésta creo comprenderla, sin conocer su razón. Resulta que todas las co­sas que se me ocurren, no se me ocurren desde la raíz, sino hacia algún lugar de su mitad.
Mi cuerpo entero me advierte ante cada palabra; cada palabra, antes de que permita que yo la escriba, mira primero en torno suyo. Las frases se me parten prácticamente, veo su interior y entonces tengo que acabar en seguida.
Casi ninguna palabra que escribo se adapta a las demás; oigo cómo las consonantes se rozan con sonido metálico, y las vocales lo acompañan con un canto que parece el de los negros en las ferias. Mis dudas forman un círculo en torno a cada palabra, las veo antes que a la palabra, ¿pero por qué? No veo en absoluto la palabra, la invento. En definitiva, no sería la mayor desgracia, sólo que entonces tendría que inventar pala­bras capaces de soplar el olor de cadáver en una dirección que no nos espantara enseguida a mí y al lector.
Mis fuerzas ya no bastan para ninguna frase más. Sí, si se tratara de palabras, si fuera suficiente colocar una sola pala­bra, para apartarse luego con la conciencia tranquila de haber colmado esta palabra con todo nuestro ser.
Este miedo de escribir siempre se manifiesta cuando ocasio­nalmente, sin estar junto al escritorio, invento frases introductorias al pasaje a escribir, que de inmediato resultan ser in­servibles, secas, fragmentarias que son sus manifiestos lugares de ruptura, presagian un triste futuro.
Cuando mi organismo se dio cuenta de que el escribir era el enfoque más provechoso de mi ser, todos mis esfuerzos tendieron hacia allí y abandonaron todas las facultades relativas a los placeres del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica, de la música. Yo iba adelgazando en todas estas di­recciones. Era algo necesario puesto que en conjunto mis fuer­zas eran tan débiles, que sólo unidas podían utilizarse para escribir. Claro que esta finalidad no la encontré por mí mismo y en forma consciente: llegó por su propia cuenta y ahora sólo se ve obstaculizada, y a fondo, por la oficina. No debo sobrevalorar lo que he escrito; con ello sólo hago in­alcanzable lo que quiero escribir.
Resulta completamente equivocado aducir una debilidad del lenguaje y hacer comparaciones entre los límites de las pala­bras y la inmensidad de los sentimientos. El sentimiento infinito continúa siendo tan infinito en las palabras como lo había sido en el corazón. Lo que resulta claro en el interior de uno, también lo será invariablemente en las palabras. Por ello no hay que temer nunca por la lengua, pero a la vista de las palabras hay que temer a menudo por uno mismo.        Porque, ¿quién sabe por sí mismo cuál es su situación? Este turbulento, este empantanado interior somos nosotros mismos; pero por ese sendero que se recorre en secreto, por el cual pasan ante nosotros las palabras, sale a la luz del día del conocimiento de uno mismo; pero aunque todavía continúe oculta, no deja de estar ante nosotros y de ser una visión hermosa o terrible. Así pues, mi querida, protégeme de esas repugnantes palabras que en estos últimos días he sacado de mi interior.
Por otra parte, apenas hay una palabra que me venga desde su origen, sino que hay que agarrarla en algún lugar muy ale­jado del camino, por casualidad y con grandes complicacio­nes…
Hay que escribir en la oscuridad, como en un túnel. Escribo diferente de lo que hablo, hablo diferente de lo que pienso, pienso diferente de lo que debería pensar, y así sucesi­vamente hasta la más profunda oscuridad.

¿QUE DE LA CONDICIÓN MISMA DE SER ESCRITOR?
Pero, ¿qué hay de la condición misma de ser escritor? El escribir es un dulce y maravilloso premio, pero ¿para qué?.
Por la noche, con esa claridad de la enseñanza de párvulos, se me hizo evidente que se trataba del salario por servicios dia­bólicos. Este bajar a los oscuros poderes, ese desencadena­miento de los espíritus encadenados por naturaleza, dudosos abrazos y cuantas cosas puedan ocurrir todavía allí abajo, de las cuales no se sabe nada arriba, cuando se están escribiendo narraciones a la luz del sol.
Quizá exista también otra forma de escribir, pero sólo conozco ésta; por la noche, cuando el miedo no me deja dormir, sólo conozco ésta. Y lo diabólico que hay en ella se me aparece con toda claridad. Es la vanidad y la sensualidad, que de continuo gira entorno a la figura propia o a una ajena, gozando de ella -el movimiento se diversifica entonces y se convierte en un sistema solar de vanidades. Lo que a veces desea el hombre ingenuo: «¡Quisiera morir y ver cómo lloran por mi!», lo lleva a unescritor, pues muere (o deja de vivir) y se llora de continuo. (…) Para vivir sólo es preciso renunciar al autodisfrute; instalarse en la casa, en lugar de admirarla y adornarla. (…) La primera norma del escritor no es el desvelo, sino el ensimismamiento…
CONVERSACIÓN CON FRANZ KAFKA
ESCRIBIR es… EL RECHAZO LOGRADO DEL FANTASMA

— He leído «La condena».
—¿Le ha gustado?
— ¿Gustado? ¡El libro es terrible!
— En efecto.
— Me gustaría saber cómo llegó a escribirlo. La dedicatoria – a F. – no debe ser una mera formalidad. Seguramente, quiso usted decirle algo a alguien mediante este libro. Me gustaría conocer el contexto. Kafka sonrió embarazado.
— Soy impertinente. Perdóneme — dije.
— No es necesario que se disculpe. El hombre lee para preguntar. La condena es el fantasma de una noche.
— ¿Cómo?
— Es un fantasma —repitió con la dura mirada perdida en la lejanía.
— Pero usted lo ha escrito.

Esto sólo es la constatación y, con ello, el rechazo logrado del fantasma.
UMBERTO ECO «APOSTILLAS A EL NOMBRE DE LA ROSA»
UN AUTOR CUENTA POR QUE Y COMO HA ESCRITO

El autor no debe interpretar. Pero puede contar por qué y cómo ha escrito… El que escribe, (el que pinta, el que esculpe, el que compone música) siempre sabe lo que hace y cuánto le cuesta. Sabe que debe resolver un problema… Pero después el problema se resuelve escribiendo, interrogando la materia con que se trabaja, una materia que tiene sus propias leyes y que al mismo tiempo lleva implícito el recuerdo de la cultura que la impregna.
Miente el autor cuando dice que ha trabajado llevado por el rapto de la inspiración.
EMPEZÓ A ESCRIBIR EN 1978…
IMPULSADO POR UNA IDEA SEMINAL…
Escribí una novela porque tuve ganas. Creo que es una ra­zón suficiente para ponerse a contar. El hombre es por naturaleza un animal fabulador. Empecé a escribir en marzo de 1978, impulsado por una idea seminal: tenía ganas de envenenar aun monje. Creo que las novelas nacen de una idea de ese tipo y que el resto es pulpa que se añade al andar. La idea debía ser anterior.

…PERO ESTA EN EL MEDIOEVO DESDE 1952
En determinado momento me dije que, puesto que el Medioevo era mi imaginario cotidiano, más valía escribir una novela que se desarrollase directamente en el Medioevo. Como dije en alguna entrevista, el presente sólo lo conozco a través de la pantalla de la televisión, pero del Medioevo, en cambio, tengo un conoci­miento directo.
Considero que para contar lo primero que hace falta es construirse un mundo lo más amueblado posible, hasta los últimos detalles… entonces podría empezar a escribir, tradu­ciendo en palabras lo que no puede no suceder.
El primer año de trabajo de mi novela estuvo dedicado a la construcción del mundo. Extensos registros de todos los libros que podrían encontrarse en una biblioteca medieval. Listas de nombres y fichas censuales de muchos personajes, muchos de ellos excluidos luego de la historia. Porque también tenía que saber quiénes eran los monjes que no aparecen en el libro: no era necesario que el lector los conociese, pero yo debía cono­cerlos.
En cierta ocasión, Marco Ferreri me dijo que mis diálogos son cinematográficos porque duran el tiempo justo. No podía ser de otro modo, porque cuando dos de mis personajes hablaban mientras iban del refectorio al claustro, yo escribía mirando el plano y cuando llegaban dejaban de hablar…
También la Historia formaba parte de mi mundo. Por eso leí y releí tantas crónicas medievales, y al leerlas me di cuenta de que la novela debía contener elementos que al comienzo ni siquiera había rozado con la imaginación, como las luchas en torno a la pobreza o los procesos inquisitoriales contra los fraticelli.
LAS DEUDAS SE PAGAN…
El mundo construído es el que nos dirá cómo debe proseguí la historia. Todos me preguntan por qué mi Jorge evoca, por el nombre, a Borges, y por qué Borges es tan malvado. No lo sé. Quería un ciego que custodiase una biblioteca (me parecía una buena idea narrativa), y biblioteca más ciego sólo puede dar Borges, también porque las deudas se pagan.
Otra historia curiosa fue la del laberinto… Así fue como durante dos o tres meses me dediqué a construir un laberinto idóneo, y al final tuve que añadirle troneras, porque, sino, el aire hubiese sido insuficiente, (habla del incendio).
Entrar en una novela es como hacer una excursión a la montaña: hay que aprender a respirar, coger un ritmo de mar­cha, si no todo acaba enseguida.
Una gran novela es aquella en que el autor siempre sabe dónde acelerar y dónde frenar, y cómo dosificar esos golpes del pedal dentro del marco de un ritmo de fondo que permanece constante.

EL TIEMPO DEL ACTO Y EL TIEMPO DE LA ESCRITURA
Hay un pensamiento de la composición que piensa incluso a través del ritmo con que los dedos golpean las teclas de la máquina…
De hecho, tenía decenas y decenas de fichas con todos los textos, a veces páginas de libros, y fotocopias, muchísimas, muchas más de las que luego utilicé. Pero la escena la escribí de una tirada (lo único que hice después fue pulirla, como pasarle una mano de barniz para disimular mejor las suturas). Así, pues, escribía rodeado de los textos, que yacían en desorden, y la mirada se iba posando en uno o en otro; copiaba un trozo y en seguida lo enlazaba con el siguiente. Es el capítulo que, en la primera versión, escribí más aprisa que cualquier otro. Después comprendí que estaba tratando de seguir con los de­dos el ritmo de la escena, de modo que no podía detenerme para escoger la cita justa. La cita que insertaba en cada caso era justa en función del ritmo con que la insertaba; desechaba con la mirada las que hubiesen detenido el ritmo de los dedos. No puedo decir que la narración del episodio haya durado lo mismo que éste (aunque hay actos bastante prolongados), pero traté de abreviar lo más posible la diferencia entre el tiempo del acto y el tiempo de la escritura. No en el sentido de Barthes, sino en el del dactilógrafo: me refiero a la escritura como actividad material, física. Y me refiero a los ritmos del cuerpo, no a las emo­ciones. La emoción, ya filtrada, había estado antes, en la deci­sión de asimilar el éxtasis místico al éxtasis erótico, en el mo­mento en que leí y escogí los textos que utilizaría. Después nada de emoción; de hacer el amor se ocupaba Adso, no yo, yo sólo debía traducir su emoción en un juego de ojos y dedos, como sí hubiese decidido contar una historia de amor tocando el tambor.
CONSTRUIR UN LECTOR
¿Qué significa pensar en un lector capaz de superar el escollo penitencial de las cien primeras páginas? Significa exactamente escribir cien páginas con el objeto de construir un lector idóneo para las siguientes.
¿Qué lector modelo quería yo mientras escribía? Un cómplice, sin duda, que entrase en mi juego. Lo que yo quería era volverme totalmente medieval y vivir en el Medioevo como si fuese mi época (y viceversa). Pero al mismo tiempo quería, con todas mis fuerzas, que se perfilase una figura de lector que, superada la iniciación, se convirtiera en mi presa, o sea en la presa del texto, y pensase que sólo podía querer lo que el texto le ofrecía. Un texto quiere ser una experiencia de transformación para su lector. Crees que quieres sexo, e intrigas criminales en las que acaba descubriéndose al culpable, y mucha acción, pero al mismo tiempo te daría vergüenza aceptar una venerable paco­tilla que los artesanos del convento fabricasen con las manos de la muerta. Pues bien, te daré latín; y pocas mujeres, y montones de teología, y litros de sangre, como en el gran guignol, para que digas: «Es falso, no juego más». Y en ese momento tendrás que ser mío y estremecerte ante la infinita omnipotencia de Dios que vuelve ilusorio al orden del mundo. Y después, si te animas, tendrás que comprender cómo te atraje a la trampa, porque al fin y al cabo te lo fui diciendo paso a paso, te avisé claramente que te estaba llevando a la perdición, pero lo bonito de los pactos con el diablo es que se firman sabiendo bien con quién se trata. Si no, ¿por qué el premio sería el infierno?

 

JORGE LUIS BORGES
LA SUPERSTICIOSA ETICA DEL LECTOR

La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les infor­marán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página sí no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad general esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamblet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián) Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales.
La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas.
Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página «perfecta» es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba. No se puede inpunemente variar (así lo afirman quienes restablecen su texto) ninguna línea de las fabricadas por Góngora; pero el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión. Heine, que nunca lo escuchó en español, lo pudo celebrar para siempre. Más vivo es el fantasma alemán o escandinavo o indostánico del Quijote que los ansiosos artificios verbales del estilista.
Yo no quisiera que la moralidad de esta comprobación fuera entendida como de desesperación o nihilismo. Ni quiero fomentar negligencias ni creo en una mística virtud de la frase torpe y del epíteto chabacano. Afirmo que la voluntaria emisión de esos dos o tres agrados menores —distracciones oculares de la metáfora, auditivas del ritmo y sorpresivas de la interjección o el hipérbaton— suele probarnos que la pasión del tema tratado manda en el escritor, y eso es todo. La asperidad de una frase le es tan indi­ferente a la genuina literatura como su suavidad. La economía prosódica no es menos forastera del arte que la caligrafía o la ortografía o la puntuación: certeza que los orígenes judiciales de la retórica y los musicales del canto nos escondieron siempre. La preferida equivocación de la literatura de hoy es el énfasis. Palabras definitivas, palabras que postulan sabidurías divinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza —único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado— son del comercio ha­bitual del todo escritor. No piensan que decir de más una cosa es tan de inhábiles como no decirla del todo, y que la descuidada generalizacíon e intensificación es una pobreza y que así la siente el lector. Sus imprudencias causan una depreciación del idioma.

***
Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a una escritura pura­mente ideográfica —directa comunicación de experiencias, no de sonidos— hay una distancia incansable, pero siempre menos dila­tada que el porvenir.
Releo estas negaciones y pienso: Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la litera­tura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin.
BIBLIOGRAFÍA
VARGAS LLOSA, Mario: «La orgía perpetua», Editorial Bruguera, Barcelona, 1978. KAFKA, Franz: «No soy una luz», Editorial Tiempo, Buenos Aires, 1977. ECO, Umberto: «Apostillas a El nombre de la rosa», Editorial Lumen, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1989. BORGES, Jorge Luis: «La supersticiosa ética del lector».
1990