ANDRÉ GIDE: MADELEINE Y ANDRÉ GIDE II

ANDRÉ GIDE: MADELEINE Y ANDRÉ GIDE II

LITERATURA <> PSICOANALISIS.

ANDRÉ GIDE: MADELEINE Y ANDRÉ GIDE II

Beatriz Rajlin

Nos encontramos dentro del marco de “Referencias de autores y textos en la obra de Sigmund Freud y Jacques Lacan” en Discurso <> Freudiano Escuela de Psicoanálisis, y esta figura fundamental de la literatura francesa, André Gide, es un autor llamado en varios momentos de la obra de Lacan para sostener e ilustrar las construcciones que el psicoanálisis propone. Lo encontramos en el Seminario 5, “Las Formaciones del Inconsciente” preferentemente, cuando Lacan va a abordar la estructura perversa, y en un gran artículo dedicado a La letra y el deseo, donde presenta el recién aparecido libro de Jean Delay, “La Juventud de André Gide”. Va ahí a puntualizar cómo la historia, la historicidad de un sujeto marcado por el genio puede, en manos de un autor calificado, interrogar la relación del hombre con la letra.

Seguir su obra es seguir los pasos de su vida, y viceversa, dado que toda su obra es un autorretrato.

Jean Delay,  dice que la obra de André Gide es

“uno de los ensayos más completos que haya intentado un hombre para comprenderse y explicarse”.

Más allá de los relevantes valores literarios de una obra inabarcable, se ha establecido también un diálogo apasionado, complejo, de actores múltiples, un nudo entre la escritura de un hombre singular, un artista, y una muchedumbre con intereses diversos y situaciones heterogéneas. Hombre de letras y de meditación, Gide se ha erigido en actor concreto de la historia de su tiempo.

Veamos su tronco. Por el lado paterno, Paul Gide, profesor de Derecho y jurista, oriundo del sur de Francia de familia protestante dedicada al estudio por el estudio dentro de lo familiar.

Por el lado materno, Juliette Rondeaux, rica heredera de tierras y bienes de la Normandía protestante.

Pero el niño Gide es parisino. Lo fue toda su vida. Nunca se instalará en otra parte, aunque hubo infinidad de otras partes.

Niño dividido como todos, pero no al estilo neurótico para quien su división le es desconocida. Se trata de la spaltung freudiana que es aquí el fenómeno específico. Uno de sus personajes dirá:

“Sea lo que fuere que dijese o hiciese, siempre una parte de mí queda por detrás que mira a la otra comprometerse, que la observa, que le importa un comino, que la silba o que la aplaude. Cuando uno está así dividido, ¿cómo quieres que se sea sincero? Llego hasta a no poder comprender qué quiere decir esta palabra”.

Duplicidad permanente en un intento de acuerdo con el discurso materno: el rechazo del cuerpo, la moralidad, el pecado, el amor que traga y por otro lado la necesidad vital de luchar contra la pulsión de muerte a través del autoerotismo.

Niño sin gracia, fue modelado por Juliette que aceptó el matrimonio sin lo femenino de la sensualidad. El lenguaje materno toma la forma de la invasión y los enunciados del deber. La formación moral queda en manos de las mujeres de la casa.

Paul alimentó su amor por los libros. Mientras vivió, entrar con él a la biblioteca cerrada con llave era un rito fascinante. La mitología y los evangelios le eran leídos en voz alta. La llave de la biblioteca fue confiscada por Juliette a la muerte de su marido y sólo André podría entrar con ella que supervisaba lo que sacaba. Debieron llegar los 18 años y la intervención de un tío para contar con la llave mágica.

Viajes estacionales, Pascuas, Navidades, marcan entre Uzès y Rouen los recuerdos de infancia. También establecen las enormes diferencias de ambiente y muestran sus cambios de carácter. Largos períodos de inmovilidad, detenciones y épocas de juegos, en general solitarios conde construirá caleidoscopios, solitarios, calcomanías, barriletes. Los grandes negocios de juguetes serán frecuentados hasta su vejez.

Según André, no vive: “era parecido a lo que aún no había nacido”.

Su pasaje por la primera escuela rápidamente es continuado por una suspensión por tres meses debida a “sus malos hábitos”. Las malas notas no marcan solo su mal trabajo sino su inconducta, su ropa, su desorden, su suciedad.

Varias consultas a los médicos que opinando hasta lo ridículo con amenazan generan en André el descrédito.

A su vuelta a la escuela vive entre las tentaciones de la voluptuosidad mágica que sabe darse y el peso de la falta con la que le hicieron medir la realidad.

Rubeola, varicela, insomnios, mareos, flatulencias mortifican su cuerpo y salvan de la escuela.

“Como un animal acorralado, su organismo débil ha inventado esta cantidad de pequeños subterfugios donde purgar su pena íntima, que son como otras tantas confesiones”.

Con el despotismo de sus estados de salud hace pagar con lágrimas el amor que lo sofoca, más aún después de la muerte de Paul, cuando André tenía 11 años. Para él es por su culpa, por haber apenado a su padre con las expulsiones y enfermedades. Acongojado pregunta a Juliette:

¿porqué no soy como los demás?

Y André encierra a su madre en sus deberes, así como ella lo encierra en su amor. Doble despotismo que entrampa al niño en lo mismo de lo que se quiere evadir.

Hay toda una franja casi desconocida que lo acompañará toda su vida.

Al lado de sus placeres prohibidos, hay una serie de actividades lícitas a las que se libra André. Juegos y juguetes, colección de insectos, de plantas, clasificaciones, profundo estudio de plantas y aves. Serán bajo su dirección, consejo y supervisión que más tarde Madeleine reformará los jardines de Cuverville.

Pero hay algo más. En la burguesía es una obligación mundana de hacerse ver en el teatro o los conciertos. André es llevado por Anna, institutriz y pasión de Juliette desde que era soltera y ahora está a cargo del niño. Es quien lo guía en la investigación de la naturaleza.

Iban juntos a los conciertos y llegó el momento, a los 7 años, de que André aprenda la armonía a través de la música, y a tocar algún instrumento. El arpa es muy antigua, la guitarra demasiado modesta, entonces el piano. Así entra en la casa ese mueble de ostentación social y calvario de los niños.

El piano acompañará a Gide toda su vida. Y no es metafórico. Salvo en el Congo, no hay lugar donde se quede un cierto tiempo donde no se haga traer  su piano y sus partituras. En los valles perdidos de los Alpes o en el desierto africano, sabrá hacerse llegar o alquilar un piano.

Práctica edificante, está destinada sólo para sí mismo. El encantamiento es fruto de un largo trabajo sobre sí mismo, sólo destinado a él, es una práctica sensual que no admite público. Escribe en su diario:

“¡Ah!, ¡Si sólo hubiera estado mejor aconsejado, guiado, sostenido, forzado en mi juventud! ¡Me gusta tanto este estudio, si pudiera ser menos egoísta! Los Preludios (en fa sostenido menor y en mi bemol mayor particularmente) he llegado a tocarlos a veces de manera satisfactoria, y hubiera podido sorprender y encantar al quien me hubiera escuchado”.

Su piano sostuvo la composición de sus libros, endulzó sus horas de dudas y de angustia, descartó las miasmas del aburrimiento y las quemaduras del deseo. Bach, Mozart, Hayden, Chopin, sobre todo, sobre el que publicó un librito que es un manifiesto de interpretación moderna, una protesta contra la reducción de Chopin a la enfermedad romántica. Una lección también de literatura: lo que dicen estas notas sobre Chopin de la interpretación virtuosa que sacrifica la explicación al efecto, la emoción al sentido, se aplica también a la literatura en que la belleza, la emoción, la musicalidad no valen sino al servicio de la comprensión más elevada. Siempre tocó solo, a veces muchas horas por día. A veces aceptó tocar frente a algunos amigos o ante Catherine, su hija.

El mismo año de la muerte de su padre, en el invierno de Rouen, en un aparato de copias compone un diario y escribe sus primeros versos.

Genio de la escritura, relatará en varias versiones las dos escenas que marcaron su destino. Reflejos cambiantes en su forma pero no en su esencia No puede rememorar sin angustia

la “ebriedad de amor, de lástima, de una indistinta mezcla de entusiasmo, abnegación y virtud”   que le inspira su prima Madeleine bañada en lágrimas por las infidelidades de su madre. En ese momento se dirige a Dios para   “ofrecerse, no concibiendo ya otro fin para su vida que el de proteger a esa niña contra el miedo, contra el mal, contra la vida”.

En la segunda escena la seductora tía encara al niño André frente a un espejo para mostrarle, acariciándole los hombros bajo la camisa, qué mal lo viste su madre. El niño huye despavorido, trocándose en la mujer en tanto que deseante y Lacan nos señala cómo se parecen estas maniobras a las atormentadoras delicias, que declara Gide en su escritura frente a sus febriles fascinaciones.

Por este signo el niño, sin gracia ni existencia, es transformado en niño deseado, eso que le faltó en la insondable relación – escribe Lacan – que unió al niño con los pensamientos que rodearon su concepción. El deseo sólo deja aquí su incidencia negativa bajo el ideal del ángel a quien nada impuro puede rozar. Las mujeres que formaron su infancia son sin deseos, sin pasiones.

… Hoy me sorprendo de la aberración que me movía a creer que cuanto más etéreo era mi amor, más digno resultaba de ella, conservando la ingenuidad de no preguntarme nunca si un amor totalmente descarnado la satisficiese. No me inquietaba pues, en lo más mínimo el que mis deseos carnales se dirigiesen a otros objetos. E incluso llegaba a persuadirme, muy cómodamente, de que más valía así. Los deseos, pensaba yo, son propios del hombre; me tranquilizaba el no admitir que la mujer pudiera experimentar cosa semejante; o que sólo los sintiesen las mujeres de “mala vida”. La vida me había mantenido en la ignorancia al presentarme solamente el ejemplo de esas admirables figuras femeninas que rodearon mi infancia: mi madre, en primer término, la señorita Shackleton, mis tías Clara y Lucía, modelos de decencia, de honestidad, de pudor, a quienes suponer la más leve inquietud carnal fuera injuriar, según parecía.” (Gide, Et nunc manet in te, p. 1465)

  Mi incuriosidad respecto del otro sexo era total; todo el misterio femenino, si hubiera podido descubrirlo con un gesto, ese gesto yo no lo hubiera hecho; me abandonaba a ese halago de llamar reprobación a mis repugnancias y tomar mi aversión por virtud. Vivía replegado, constreñido, y me había hecho un ideal de resistencia; si cedía, era al vicio, no prestaba atención a las provocaciones del afuera. (Gide, Si le grain ne meurt, pág. 128)

El amor por Madeleine, la preparación de su comunión, las lecturas bulímicas de prosa y poesía, hacen una maceración exultante – así llamará él a esa época – con el agregado de baños de agua helada, dormir sobre tablas, rezos de rodillas, lo nombrará: la cima de la felicidad.

Sobre sus lecturas de entonces dirá:

“En ese tiempo tenía por los versos una predilección apasionada; tenía a la poesía por la flor y el desenlace de la vida. Me tomó mucho tiempo reconocer – y creo que no es bueno reconocer demasiado rápido – la preeminencia de la bella prosa y su más grande aún rareza. Confundía entonces, como es natural a esa edad, el arte y la poesía; confiaba mi alma a la alternancia de rimas y a su retorno obligado; con complacencia setía ampliar en mi como el latido rítmico de dos alas y favorecer su vuelo” (Si le grain ne meurt)

Amor embalsamado contra el tiempo, el colmo del amor – escribe Lacan – si amar es lo que no se tiene, él le dará la eternidad.

Diez años le toma a Gide convencer a Madeleine que se case con él. Escribe su primer libro « Los cuadernos de André Walter”, miles de cartas a Madeleine y ella, que no tiene ni cuerpo ni deseos, contesta así:

« Querido André: ¿no soy acaso tu amiga, su hermana, tu novia? Hermana parecería bien ridículo a los otros – a mis ojos responde muy bien también a lo que soy, a lo que siento. (…) No tengo miedo de la muerte, tengo miedo del matrimonio.”

Pero llega para André el día de la experiencia corporal, con una mujer. Y eso lo describe así:

“Su belleza misma me helaba. Sentía por ella una especie de admiración, pero ni la más mínima sospecha de deseo. Llegaba a ella como un adorador sin ofrenda. A la inversa de Pigmalion, me parecía que en mis brazos la mujer se transformaba en estatua; o más bien es a mí a quien sentía de mármol. Caricias, provocación, nada hicieron: me quedé mudo, y la dejé no habiendo podido darle más que dinero.”

El último paso para la aceptación del matrimonio por Madeleine tiene que ver con la muerte de Juliette, quien por mucho tiempo se había opuesto a la idea y que, finalmente, la acepta.

Sobre la muerte de su padre André había escrito:

“Y me sentí de golpe todo envuelto por este amor que en adelante se volvía a cerrar sobre mí. “

Sobre la muerte de su madre ahora dice:

“Sentí sumirse todo mi ser en un abismo de amor, de desamparo y de libertad”.

Este abismo de libertad, Gide se ocupa de colmarlo. A dos semanas del entierro de Juliette anuncia su casamiento y  tres meses después se casan. Esta sustitución de madre santa por esposa pura, lo dice así:

“Cuántas veces, estando Madeleine en la habitación vecina, la confundí con mi madre.”

Ahora me interesa puntuar los hitos de la historia literaria de André Gide, historia que lo coloca en lo más alto de la literatura de su siglo.

Había nacido el 22 de noviembre de 1861.

Al llegar el fin de siglo ya había publicado sus primeras obras, y antes de la 1ª Guerra Mundial se encontraba en el centro del cenáculo intelectual de París.

Jean Schlumberger, Paul Claudel, Paul Valéry, Pablo Picasso, Henri Matisse, Roger Martin du Gard, Marcel Proust, Jules Romain, son algunos de los nombres infaltables en una historia de André Gide.

A fin de siglo ya había editado “Los cuadernos de André Walter”, “El tratado de Narciso”, “Las Poesías de André Walter” y “La tentativa amorosa”. Y comienza a viajar: Africa del Norte, Africa central, Italia.

 Vendrán después “La puerta estrecha”,  “Las cuevas del Vaticano”, relato irónico sobre las creencias, la iglesia, la hipocresía, “Amyntas”, selección de impresiones de sus viajes al África, “El inmoralista”, “La sinfonía pastoral”.

También insomnios, aventuras, toda vez que sufre una crisis de trabajo, que las hay, se refugia en Cuverville donde Madeleine, desde la muerte de su padre se erigió en castellana.

“No salía del jardín, donde durante horas contemplaba una a una cada planta… cuando me toque revivir mi vida, ¿podré ver acercarse estos días sin angustia?

Madeleine no es ingenua sobre su doble vida. Es capaz de no ver lo que no quiere saber. Hasta 1918 se conserva el acuerdo con lealtad y discreción.

1908 fue para Gide un año de expansión creativa. Con Schlumberger, Jacques Copeau y Adré Ruyters funda la Nouvelle Revue Française. En al primer número se publica el 1º tercio de “La puerta estrecha”. Será un periódico que pronto se constituirá en centro de la vida literaria. Publicará colaboraciones, critica de libros, avances de publicaciones donde aparecerán los nombres de los que cité antes. Una cuidadosa forma de edición y más cuidadosa aún selección de textos será su característica más fuerte. Se oponían a la Académie Française por vetusta.  Gide nunca aceptó que sus amigos ni siquiera le hablaran de presentar su candidatura:

“No quiero entrar a ningún lado de donde me puedan echar”.

A tres años de su creación, los escritores se declaran ineptos para dirigir una empresa y buscan un no escritor, buen administrador, y así entra Gastón Gallimard a dirigir la revista. Y efectivamente en 1911 se crea dentro de la misma revista un centro de edición. Los primeros títulos serán: “El rehén”, de Claudel, “Madre e hijo”, de Charles-Louis Philippe e “Isabel” de André Gide.

No faltan roces dentro de la estructura. Diferencias de criterios sobre qué elegir y los roces ideológicos entre los autores. Claudel, católico a ultranza, no cejará en su empeño de la conversión de Gide. Nunca lo consigue y este enfrentamiento terminará con la amistad y con la colaboración de Claudel en la NRF.

Para Gide la relación con dios no debía realizarse con ninguna mediación eclesiástica.

Si bien Gide nunca apareció como “Director” de la revista, nadie dudaba que todo lo que ahí se publicaba, también en la editorial, había pasado por su filtro, así como la vigilancia exhaustiva de las pruebas de imprenta.

La Guerra de 1914, la Gran Guerra como se la sigue llamando en Francia, y la ocupación de París, puso en jaque a Europa.

Gide se une a un grupo llamado Hogar franco-belga, que atendía a refugiados belgas y franceses que huían de las zonas ocupadas. Ahí despliega el darse todo para el otro, se siente absorbido y escribe en su diario:

“Me sentía bebido por el otro. Ocupado de la mañana a la noche en esta obra de refugiados que alojamos, vestimos, alimentamos, y para quienes buscamos trabajo.”

Por primera vez debe dar lo que le piden y no lo que él quiere dar:

“Mi horrible fatiga venía, creo, por quedar expuesto a la simpatía todo a lo largo del día.”

La guerra lo perturba, como a cualquiera, pero él es André Gide y también la observa y medita sobre ella:

“Esta guerra acaba por arruinar en mi espíritu todas las formas del pasado con las que habíamos vivido hasta hoy y que nos han alzado hasta la comunión perfecta con Dios, quiero decir el sentimiento de la nobleza y la belleza – tanto como lo hacen Reims o Louvaina. La música de igual manera reclama hoy una lengua nueva, entonaciones inauditas, una gama todavía desconocida. Admiro cómo ya algunos (Debussy, Stravisnsky sobre todo) han llegado a dejar atrás en el pasado las sonoridades precedentes, hasta no dejarnos emocionar más que por acentos únicamente sinceros y completamente exentos de retórica”.

Los alemanes intentan la continuidad de la NRF con escritores colaboracionistas, Gide entra en la lista negra.

Nunca le gustó estar en el centro de las peleas, y menos de la guerra. Él se constituye en centro, no siendo el centro. Se aleja, observa, escucha, y luego decide. Pasa tres años en Tánger con Madeleine y la banda de la Petite Dame, que fue su amiga durante más de 30 años y a través de cuyo diario, llevado sin saberlo Gide, tenemos un testimonio fundamental de su vida cotidiana, sus humores, sus creaciones.

Gide es un maestro, pero su centro es la inquietud. Quiere ser amado, sobre todo por Madeleine, y necesita la mirada amante de los otros.

La soledad es su vértigo, su crisis de identidad, el pecado, el insomnio, la enfermedad.

Escucha todo lo diverso, se retracta, se refugia detrás de máscaras. Cualquier pensamiento extraño es digerido, macerado, impulsa a los que escucha a ser ellos mismos, a seguir su propio camino. Tal vez esta sea la clave de su enorme influencia en el tiempo entre dos guerras sobre una juventud que pugnaba por ser parte del mundo.

Durante la guerra, en Tánger, tal como leemos en varios autores, se dedicó a la traducción. La lista es impactante: Dostoievski, Tagore, Walt Whitman, Shakespeare para Jean-Louis Barrault, Joseph Conrad, Rainer Marie Rilke, Trabaja en su Antología de la literatura francesa a pesar de la ausencia de su biblioteca.

En 1917 se encuentra con Stravinsky en Suiza donde discuten la posibilidad de que Stravinsky ponga música a Antonio y Cleopatra de Gide.

Fin de la guerra, Gide está enamorado de Marc Allegret. Gide toca la cincuentena, Marc tiene 17 años. Pero no se trata sólo de amor. Otra veta de la perversión se despliega en él. Marc es un alma a educar, una personalidad que debe ser desplegada, para Gide es un renacimiento, volver a nacer. Una misión que cumplir. Y la cumplirá hasta su muerte. Gide exulta.

Es esta relación lo que provoca en Madeleine la quema de las cartas de Gide. Las hijas las llamará él, y cual Jasón no vio que Medea las destruiría como venganza contra él. Único acto donde Madeleine muestra separarse del destino que Gide le propuso, un acto de verdadera mujer con toda su entereza.

Quiebre del matrimonio y es notable ver cómo la producción de Gide se explayó, se atrevió a escribir lo que por miedo a que ella leyera había quedado en el tintero. Porque Madeleine es una lectora incansable, también desde su adolescencia.

En una carta a André de antes de la boda.

“Tengo poco tiempo para leer y lo hago migajas con lecturitas (enumera varias revistas), en tanto que arriba me esperan (varios libros, entre ellos Schopenhauer) – saboreo voluptuosamente la idea que son míos, que voy a leerlos, y luego retraso el momento – bajo el pretexto a mí misma que primero hay que poner a punto los resúmenes de nuestras lecturas de La Roque – pero en el fondo por este miedo de la realización de las cosas deseadas  – por esta economía de mis alegrías – que siempre me ha dominado, y que, siendo niña,  hacía que nunca le pusiera a mi muñeca su vestido más lindo  – para tener siempre en espera ante mí ese de orgullo y encantamiento. Y otras quimeras para acariciar se suceden… y demasiado encantada con la espera – por el sueño de felicidad – veo pero demasiado tarde desvanecerse el instante favorable de su cumplimiento.”

El temor de herir los sentimientos de su mujer hasta entonces había hecho que Gide bajara el tono o encajonara muchas páginas que le gustaban. Llegó el momento de no diferir más.

Publicará así la pobre defensa de la pederastia que constituye su Corydon, pero también encarará “Los Monederos falsos”, su gran novela y sobre todo sus memorias bajo el título de “Si le Grain ne meurt” donde, sin velo de ficción, pero con la verdad de la ficción y redactadas en primera persona, no podían ser publicadas sin levantar el escándalo. Renunciar a estos tres libros era ubicarse entre los prudentes, aquellos a los que Gide se había prometido no parecerse nunca.

Madeleine se tenía prohibido pesar sobre la obra de su marido, pero para componer libremente sus “Monederos falsos”, Gide debía descartar la idea de lo que pensaría su mujer cuando lo leyera.

Con “Los monederos falsos” Gide inventa una nueva forma de escritura de la novela, distorsionando la relación entre el autor y sus personajes. Sale de su propia historia, inventa situaciones, héroes que no salen de sus angustias morales y sus preocupaciones intelectuales.

En 1919, con el rearmado de la NRF una vez finalizada la guerra, en medio de una gran confusión de luchas intestinas, en medio de la persecución a aquellos que habían colaborado con en invasor. Gide nunca había considerado a Gastón Gallimard entre sus allegados y como siempre, prefiere estar “del otro lado” y sacar el mejor partido de lo que viene a su encuentro. Cede en lugar de romper. Gallimard será en adelante el director y finalmente dará su nombre a la gran editorial que hoy conocemos.

Luego vendrán los grandes viajes, la URSS, el Congo, el Tchad, a cuya vuelta denunciará la crueldad de la administración francesa y las mentiras sobre la felicidad del pueblo ruso, para Gide no hay felicidad si hay un solo pensamiento oficial y todos deben ser como uno solo. Es la hora de la audacia y el coraje. Habla de un nueva forma de la Justicia: “No juzguéis”; de la homosexualidad: “Corydon”; del colonialismo: “Viaje al Congo” y “Retorno del Tchad”; denuncia la tristeza del pueblo ruso: “Retorno de la URSS”.

Gide practica su oficio de escritor desde hace muchos años. En febrero de 1928 las ediciones Capitolio publican en su colección “Los contemporáneos” una gran obra colectiva intitulada André Gide. Colaboraron 24 escritores entre los cuales Paul Valéry, Roger Martín du Gard, François Mauriac, Jean Schlumberger, etc.,

Va a seguir haciendo libros perfectos, calculados, limpios, y también cederá a la libertad, al fragmento, al comentario.

Y va a hacer una vuelta de página.

En el verano de 1928 luego de meses de preparación, Gide se instala rue Vaneau. Primero se instala como acampando, queriendo dar al tiempo y a la experiencia el cuidado de decidir los arreglos. Pero su impaciencia es más exigente.

Hace arreglar un cuarto para Madeleine, que casi nunca vendrá, una habitación y un gran taller para Marc Allegret y una gran pieza para el piano.  Intenta poner un orden, un lugar para cada cosa, y enseguida lo trastorna. En el mismo palier que Gide tiene su departamento la Petite Dame y ambos acuerdan un reparto de los espacios que garantice su autonomía. La frontera no resistió ni una semana. Escribe la Petite Dame:

“Curiosamente, ha hecho todo lo que se esperaba: pasa horas en el piano, se acoda sobre él para trabajar de pie. Escribe sobre mi gran escritorio, duerme la siesta en mi cuarto, lee estirado sobre el diván. Entra y sale cincuenta veces por día de su cuarto, y toma un baño en el momento en que nos sentamos a comer.”

Gide encuentra el medio de conjugar su deseo de orden y su miedo a la inmovilidad. Posee un departamento dentro del cual puede viajar. Está confortablemente instalado y puede desplegar a su gusto su genio del inconfort. Tiene un escritorio, vasto, burgués, respetable: escribe por todos lados salvo en la mesa: sobre las camas, en un rincón de la chimenea, sobre su piano. Se prestan todo: la empleada de limpieza, las tasas, se dan todo, y sobre todo opiniones.

El Vaneau es obra de Gide. Como una cicatriz, la presencia-ausencia de Madeleine. En el centro un hombre cuyos actos, y sobre todo la escritura tienden a mantener entera la libertad, incluso la de elegir el deber.

A su alrededor lo que se podría llamar una familia: Marie, la madre, Elizabeth la hija, Marc, el hijo, Catherine la nieta. Familia deseada, construida fuera de las reglas, donde la pasión amorosa no tiene lugar sino más bien, la ternura, el ejercicio de la lucidez, la exigencia, el placer. Sin mayores tormentas durará tanto como Gide.

Es también el cuartel general de Gide, su salón, su revista, el centro de su influencia, la sede de su poder.

Y continúa su interrogación sobre el arte de escribir. En su diario André Gide habla sobre la frase:

“La escansión de la frase, la disposición de las sílabas, el lugar de las fuertes y de las débiles, todo eso me importa tanto como el mismo pensamiento, y este me parecería torcido o falseado si algún pie le falta o lo sobrecarga. Así el pensamiento no vale para mí sino cuando participa de la vida, si respira, se anima y que se siente, a través de las palabras y en su inflamiento, el latido de un corazón”.

Pasan años de viajes, encuentros y desencuentros en el cenáculo francés. Comienzan a tallar los jóvenes de post-guerra. Sartre sobre todos, y Camus, salidos de los grupos de la Resistencia. El imperio de Gide da lugar al imperio de Sartre, su mayor divergencia estriba en la función enseñante: Gide es un escritor que enseña, Sartre es un enseñante que escribe.

Es la hora de la consagración. En 1947 le otorgan el Premio Nóbel. Las razones oficiales dadas por la Academia sueca son las siguientes.

  “A menudo se reprocha a Gide el depravar y desorientar a la juventud; la gran influencia que estamos forzados a reconocerle es considerada por muchos como nefasta. Es la antigua acusación que le da a todos los emancipadores del espíritu. No hay más lugar para protestar: alcanza con considerar el valor de sus verdaderos discípulos. Es sin duda por eso, tanto y más aún que por su obra literaria, que ha merecido el insigne honor que acaba de acordarle Suecia.”

Suspende sus horas de piano, las manos no le responden, deja de viajar. El último viaje a Egipto es decepcionante. Escribe en su diario:

“No tengo más esa intrépida curiosidad que me lanzaba en la aventura, ni ese deseo-necesidad de escalar o de sobrepasar montes y cabos para ver lo que se esconde del otro lado. He visto el revés siniestro de demasiadas cosas”.

Con Teseo escribe su testamento intelectual y literario donde se encuentran en simple armonía los grandes temas de la estética y la moral de Gide. No es un héroe, es un hombre que enfrenta, con taras y debilidades, su destino.

Lo termina así:

“Si comparo al de Edipo mi destino, estoy contento: lo he cumplido. Tras de mí dejo la ciudad de Atenas. Más aún que a mi mujer y a mi hijo la he querido. Hice mi ciudad. Después de mí sabrá habitarla inmortalmente mi pensamiento. Es consintiendo que me acerco a la muerte solitaria. He probado los bienes de la tierra. Me place pensar que después de mí, gracias a mí, los hombres se reconocerán más felices, mejores y más libres. Por el bien de la humanidad futura, hice mi obra. He vivido”.

Lacan dice que Gide creyó que era Teseo, y, porqué no, tuvo su Ariadna, escribió en algún lugar que el hilo de plata de la trenza de sus pensamientos fue Madeleine.