ANDRÉ GIDE: MADELEINE Y ANDRÉ GIDE I

ANDRÉ GIDE: MADELEINE Y ANDRÉ GIDE I

LITERATURA <> PSICOANALISIS.

ANDRÉ GIDE: MADELEINE Y ANDRÉ GIDE I

Beatriz Rajlin

Tres líneas de trabajos escritos encontramos en André Gide a lo largo de su vida: por una parte su obra literaria, libros, colaboraciones, prefacios, presentaciones, obras de teatro; por otra parte su Diario, que redactó durante 60 años, y que fue entregado a publicación, y creo que por primera vez en la historia, durante su vida, y su copiosa correspondencia con los personajes más relevantes de su época, su familia, sus amigos, de la cual año tras año aparecen publicaciones de un porte en cuanto a cantidad, y la profundidad de su calidad, que no deja de asombrar.

Nadie duda, ni partidarios ni opositores, que se trata del último hombre de letras en toda la amplitud de esta nomenclatura. Con el agregado que con él se inaugura una revolución de los valores literarios, al introducir en el mercado un nuevo signo, los petits papiers. El manuscrito reaparece como parte integrante de la obra. Aparecen sus notas personales para sus memorias, ensayos, trozos inéditos del Diario, donde se revela su ambigüedad.

Múltiples maneras de dar testimonio de su época, que se extiende de mediados del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX.

Época cambiante si las hubo en la historia, como ninguna: dos grandes guerras, cambio de costumbres, de ideales, de dibujo geográfico de los países de Europa, de gobiernos, de formas de gobierno. Instalación de las grandes colonizaciones en África y Asia, y su caída.

A partir de esos múltiples reflejos para plantear los hechos, vemos entrecruzarse de manera palpable su vida, sus goces, sus mortificaciones, sus angustias.

Hombre de su tiempo, en este entrecruzamiento cual juego de espejos, nos muestra qué lo formó, qué lo reformó, qué lo refirmó, qué lo deformó, qué lo entusiasmó, qué lo horrorizó, y para decirlo todo, qué amó y qué deseó.

“En lugar de separar la poesía de la vida, de expandir el ideal sobre el papel, y vivir la vida humana, he mezclado tanto a ambos que no se distinguen más. He querido ser mi ideal, he querido vivir mi sueño y era una locura, y yo lo sabía, pero esta locura me inflaba de entusiasmo, me alzaba de la tierra. El resto me descorazonaba miserablemente.”

Nacido de una pareja en la cual la alianza protestante había primado por sobre el enamoramiento, esperó cinco años desde el casamiento de sus padres para llegar al mundo. Alianza con amor tal vez, pero seguramente sin la sensualidad necesaria para mitigar la fuerza de la pulsión de muerte, André se ve atrapado en una dualidad de caracteres que lo dejó marcado.

Él nombraba la dualidad regional que lo había precedido, diciendo que no podía elegir entre dos mundos tan dispares. Prefería referirse a Francia.

Del lado materno, Juliette Rondeaux, castillos en Normandía, de familia católica hasta la Revolución Francesa, y ya con una cómoda fortuna adquirida con la venta de especias venidas de las colonias. Los propicios negocios estaban en manos de los hombres, hábiles en la práctica de enriquecerse.

Fue una mujer, quien a mediados del siglo XVIII introdujo en la familia la reforma protestante, que pasó a ser un blasón más en la familia. A partir de ahí se transmitió, siempre por la vía femenina una moral protestante de mujeres, virtuosas, piadosas, austeras, tímidas, cuya pasión era la religión de los ancestros. Lacan dirá que las mujeres hacen de esta familia un feudo de religionarios y un parque de maternaje moral. Los niños eran  arrastrados a examinarse, cuidadosamente supervisados.  Y no sólo los hijos como veremos.

Juliette, como se sueña en todas las familias de la piadosa burguesía, es inteligente pero reservada, apasionadamente devota, de costumbres puritanas. Por exigencias morales y religiosas rechazó varios pretendientes, pero esta vez consiente.

Paul Gide no tiene fortuna pero su porvenir parece brillante.

El linaje de los Gide es probablemente de origen italiano. Dejaron Florencia a mediados del siglo XV y en la dispersión algunos llegaron a la zona sur de Francia donde se asentaba uno de los refugios del protestantismo. Familia de juristas, creían más en la oración que en la medicina. El abuelo de André murió por no aceptar la intervención médica.

Rigor, piedad, elevación moral, frugalidad…

El abuelo Tancrède, jurista y juez, se ocupaba de la instrucción moral y religiosa de los niños de la escuela dominical, y por supuesto de sus propios hijos. Paul, el mayor, es buen estudiante, sobre todo en literatura, y cuando decide estudiar Derecho es su padre quien toma a su cargo sus estudios, el hijo sólo va a la facultad a rendir sus exámenes. Así obtiene un premio en Derecho Romano y medalla de oro por su tesis de doctorado.

Fue un notable pedagogo, titular en París de una cátedra de Derecho romano ganada por concurso. Educado en el estudio por el estudio dentro de lo familiar, no hay lugar para el placer ni para la fantasía. Entonces, el mismo medio familiar decide en un momento que le llegó la hora de casarse. Una amplia correspondencia entre notables y ministros de diversos puntos del país, da por resultado la respuesta de un pastor de Rouen que, impactado por la piedad ejemplar y la exigencia moral manifestadas por la hija menor de una familia de Rouen, recomienda a Juliette Rondeaux.

Paul, más apasionado por los libros que por su familia, inculcó en el niño el amor por la lectura, se ocupaba de leerle en su biblioteca la literatura infantil de la época y pasajes de la Biblia. Su biblioteca era un santuario cerrado con llave al que sólo se entraba con él. Juliette, por su lado, tomó a su cargo la formación espiritual y el adiestramiento moral del niño. Luego de la muerte de su padre, Gide debió llegar a los 18 años para disponer de llave que había quedado en manos de Juliette. Hasta entonces sólo le dejaba sacar los libros que ella suponía dignos de ser leídos por un niño, y siempre debía leernos en voz alta para ella.

“Finalmente se admitió que yo entraría en la pieza, pero con ella, que elegiría tal o tal libro que me gustara y ella me autorizaría a leer, pero con ella, en voz alta”. (Si le grain ne meurt)

Así podemos imaginar a Mme. Gide con los ojos cerrados, meditando, o contemplando la cabeza de su joven hijo sobre la que caen los versículos del libro de Job. Pero no es el pequeño André quien es amado, sino los efectos esperados del libro sobre su alma. André no comprende nada, salvo que el instante es sublime y que él es una apuesta.

 … Pero el recuerdo de su gabinete de trabajo quedó ligado sobre todo al de las lecturas que me hacía mi padre. Tenía sobre este tema ideas muy particulares, que mi madre no había desposado; y a menudo los oía discutir sobre el alimento que conviene dar al cerebro de un niño pequeño. Similares discusiones se alzaban a veces sobre el tema de la obediencia, mi madre era de la opinión que el niño debe someterse sin buscar comprender, mi padre guardaba siempre una tendencia a explicarme todo. (Gide, Si le grain ne meurt, pág. 16)  

El juego de las distintas voces escuchadas en la infancia, también dejó una marca en el alma de Gide. Retomo lo relatado por Jean Schlumberger, también oriundo de Normandía y las familias se visitaban. En su libro Madeleine y André Gide. Recuerda a la madre de Gide en estos términos:

“Pero lo que más nos impresionaba era su voz, una voz tal que nunca habíamos escuchado tan bizarra, masculina con deslizamientos hacia lo agudo, la voz de un hombre que no hubiera terminado de mudar”.

Jacques Lacan coloca en la esencia del masoquismo:

La querida madre con voz fría, que recorre todas las corrientes de lo arbitrario […] esta voz que tal vez no ha escuchado demasiado en otra parte, en su padre”.

André, hijo de este matrimonio conveniente, pero no sensual, crece solitario en París.  

 “No tenía ningún compañero… Sí, sin embargo; recuerdo uno: pero no era un camarada de juego. En el jardín de Luxemburgo encontraba un niño de mi edad, delicado, dulce, tranquilo, y cuyo rostro muy pálido estaba medio escondido por gruesos anteojos de cristales tan oscuros que, detrás de ellos, no se podía distinguir nada. No recuerdo más su nombre y tal vez nunca lo supe”. (Lo llamaban Mouton por el abrigo que traía).

A pedido de André se quita un día los anteojos. “Su pobre mirada parpadeante, incierta, me había entrado dolorosamente en el corazón”. Enterado André días más tarde que su amigo iba a quedarse ciego

“Iba a llorar a mi cuarto, y durante varios días me ejercitaba en quedarme largo tiempo con los ojos cerrados, circulando sin abrirlos, esforzándome por sentir lo que Mouton debía sentir”.  

Niño desgraciado, librado a su autoerotismo primitivo encontraba su orgasmo en su identificación a situaciones catastróficas.   

Algo abisal constituido en la relación primera con una madre con muy altas y remarcables cualidades, pero totalmente elidida en su sexualidad, en su vida femenina, lo cual pone en su presencia al niño en sus primeros años, en una posición totalmente instituida.  

También sus lecturas promovían el goce.

En los textos de la Condesa de Ségur, el estrépito con que caían los platos de manos de una mucama pellizcada por el cochero y en Georges Sand, Gribouille, el niño que se abandona al curso del agua, para transformarse poco a poco en una rata reventada, y luego se metamorfosea en vegetal. Destino no humano para un niño que no cuenta con un padre deseante. Lo que lleva a generar la erotización de la pulsión de muerte y erige el sexo como defensa de la muerte. La erotización de la pulsión de muerte facilita el camino a la perversión. La transmutación del horror que inspira la castración en un goce representa la desmentida. Lo que caracteriza la perversión es lo que ese triunfo lleva consigo de desafío. Los primeros goces de Gide se originan en lo que rompe la unidad, en las fuerzas de disolución.  Vértigos de abnegación moral, éxtasis del abandono pánico a la Naturaleza, el olvido de sí mismo, variación del humor, aspiración a perderse. Uno de los polos de la personalidad de Gide.  

Tres experiencias de llamado de la muerte, experiencias que llamó Schaudern, palabra de Schopenhauer aplicada a un estado lírico, de embriaguez, fuente de inspiración poética pero unida a una tristeza incoercible que lo deja “no igual a los otros”, separado, forcluído”.

Primero fue la muerte de un primito,  

“Estábamos en la mesa; Anna comía con nosotros. Mis padres estaban tristes porque se habían enterado durante la mañana de la muerte de un niño de cuatro años, hijo de nuestros primos Widmer.  […] tan pronto como hube comprendido que estaba muerto, un océano de pena irrumpió de repente en mi corazón”. Su madre intentó calmar sus sollozos, pero “de nada sirvió, pues no era precisamente la muerte de mi primito lo que me hacía llorar, sino un no sabía qué, sino una angustia indefinible […] más tarde, leyendo ciertas páginas de Shopenhauer, me pareció súbitamente reconocerla”. (Si le grain ne meurt)  

La segunda se produce luego la muerte de su padre

“De nuevo en la mesa, esta vez mi madre y yo estábamos solos. Había estado en clase esa mañana. ¿Qué había pasado? Nada, quizás… y entonces ¿porqué súbitamente me descompuse y, cayendo entre los brazos de mamá, sollozando, convulso, sentí de nuevo esa angustia inexpresable, la misma exactamente que había sentido a la muerte de mi primito? Se hubiese dicho que bruscamente se abría la esclusa particular de no sé qué mar interior común desconocido cuya oleada se sumía desmesuradamente en mi corazón; estaba menos triste que espantado; pero ¿cómo explicarle esto a mi madre que no distinguía, a través de mis sollozos, más que estas palabras confusas que repetía con desesperación: – ¡No soy como los demás! ¡No soy como los demás!?” (Si le grain ne meurt)  

Y la tercera cuando un compañero corre peligro, según Juliette, de caer víctima de las prostitutas. Cada una de ellas desataba una marejada que lo sumergía en la angustia.

Cuando un niño debe afrontar solo con su sexo las amenazas oceánicas del amor de una madre, dispone de poco para sufrir el yugo de cualquier autoridad. Así no dura en ningún colegio, ni externo ni pupilo. A poco de entrar los profesores advierten que el pequeño Gide se entrega a sus “malas costumbres”. Él apenas se esconde  

“No habiendo comprendido que fueran tan reprensibles; porque vivía siempre (si se puede llamar a eso: vivir) en el estado de semi-sueño y de imbecilidad que he pintado”. “Era parecido a lo que aún no ha nacido”. (Si le grain ne meurt)  

Otras veces se trata de la salud. Enfermedad simulada para desarmar la severidad materna y para sustraerse a la autoridad escolar, que veía como usurpadora de la paterna no ejercida. Dolores de cabeza, sacudidas nerviosas, anorexia y el insomnio. Las prescripciones médicas iban de lo nocivo a lo grotesco, el niño crece sin ley ni gracia. Así enfrenta a la coerción materna con la tiranía de sus estados de salud. Dos despotismos cara a cara, regulados de ahí en adelante por los caprichos de la salud de André.

A poco de la primera expulsión, a los 11 años de André, Paul, atacado de la ominosa tuberculosis, infamante porque está asociada a la pobreza, se apaga lentamente. André un día se entera que su padre está enfermo, al día siguiente que está muerto. Queda asociada a esta muerte la culpa por su inconducta y expulsión de la escuela. La madre llora a escondidas, el niño solloza en sus brazos. Recibe cartas de sus compañeros y profesores, que sólo evocan la muerte del padre para insistir sobre sus deberes hacia su madre. “Ahora debe usted amar doblemente a su madre”. La muerte irreal del padre se asocia a la doble posesión, bien real por la madre. Niño atrapado, acaparado por una madre excluida de lo femenino de la sexualidad.  

Niño arrastrado por la muerte, niño abandonado por la desaparición del padre, maremoto del amor materno, “totalmente envuelto por ese amor, que en adelante se cerraría sobre él”. (Si le grain ne meurt)  

Por tradición el clan Rondeaux se reúne en Rouen en los veranos y para las fiestas de fin de año.

El hermano mayor de Juliette, Emile, se había casado con Matilde Pochet, mucho más joven que su marido, proveniente de Isla Mauricio, de tez mate y oscura, elegante, sensual, pronto se trenzó un cordón sanitario a su alrededor. Las cuñadas (las tres parcas las llamará Gide en algún lado) y la sociedad de Rouen murmuran, la aguijonean, se apenan por la suerte del pobre Emile, quien viaja por sus negocios, y deja en casa aburrida, a su bella mujer, demasiado bella. Tenía un gusto inmoderado por las puntillas, un tinte mate y admirables ojos negros. A falta de poder salvar al esposo, el clan emprende la tarea de salvar el alma de los niños, sustraerlos de la influencia inmoral y nefasta de la madre.

Madeleine Rondeaux, la hija mayor es la más apta para comprender, la más apta para sufrir.

Para André, las tres primas Rondeaux son sus compañeras de juegos, sus tres amigas que en este poco tiempo de las vacaciones alivia un poco la soledad de niño rico parisino. No obstante recibe todo el peso del espíritu Rondeaux, con sus obligaciones, sus prejuicios, sus luchas sordas, su conformismo militante. Gide recibe todo eso en bloque, el ahogo y el confort; la prisión protectora del capullo. Rodeado casi sólo por mujeres: madre, tías, mucamas, costureras, institutriz. Los hombres ausentes o ejerciendo una autoridad lejana pero abstracta. Los hombres reinan, las mujeres gobiernan.  

Dos escenas en la casa de sus tíos marcan la vida de André.  

La tía vituperada, criolla indolente y sensual, Matilde, lo encara un día acariciándole los hombros por debajo de la camisa frente a un espejo, con la frase “qué mal te viste tu madre”. El niño huye despavorido. Tía “criolla”, de tinte mate, que pronto abandonará a su familia para huir con otro hombre.  Intervención decisiva, a la vez salvadora y pervertidora, la de Matilde Rondeaux, madre de Madeleine. Seducción sexual en la realidad psíquica del niño que por primera vez en su vida se siente deseado. Invitado a verse amable huye presa tanto del pánico por una educación puritana como por el frenesí de su emoción. El intento de seducción fue fundador desde el punto de vista narcisista, dando a la libido del niño una figura humana. La subjetividad de Gide rechazó lo que hacía de él objeto del deseo femenino para identificarse con la seductora. Por ese sesgo en lo imaginario se convierte Gide en el niño deseado. Como deseante buscó toda su vida como objetos de su deseo la imagen que el niño había sido ese día.

Las caricias de la bella criolla fueron el modelo para sus emociones sensuales.  Es Lacan quien señaló el estilo femenino del erotismo gideano. La envoltura letal que había conocido bajo el imperio del amor materno cambia de signo.  

La segunda escena también fue prologada por tía Matilde.  

Llegado de improviso a la casa, André ve en el segundo piso a su tía recostada en un sofá, sofocada, lánguida, y de esto Gide escribe dos versiones. Acompañada por un joven o por sus hijas menores. Sin importar la realidad de la escena, para nosotros reflejada como en espejo por obra del escritor, el niño continúa su marcha hacia el tercer piso donde encuentra a Madeleine rezando, bañada en lágrimas. Es esta imagen de la niña llorando por la conducta de su madre quien despertará en André:  

“Ebrio de amor y de piedad, de una mezcla indistinta de entusiasmo, abnegación, virtud, llamé a Dios con todas mis fuerzas. Me ofrecí, sin concebir ya otro fin para mi vida que el de proteger a esa niña del miedo, del mal, de la vida”.  

Gide hace suya la abnegación de su propia madre y reproduce la envoltura del amor. Quiere en adelante en Madeleine a otro él mismo, amenazado por el deseo culpable de otra madre, la indigna. Punto de giro en la vida de Gide que retoma sentido y constitución humana. Identificación crucial que marca su existencia, identificación con su prima, atraído no por ella sino por el ambiente de amor clandestino entrevisto en la tía. Así se consagra a proteger a esa niña y diez años más tarde se casará con ella en lo que se llama un matrimonio blanco.

Matilde Pochet termina por abandonar el hogar. Madeleine, como hermana mayor, queda a cargo de la casa. Pero qué casa. Dos hermanos (11 y 10 años) y dos hermanas (13 y 12 años) menores, chicos todavía, porque Matilde había llevado con ella a la más chiquita de meses. De esta niña y  de la madre no se hablará nunca más, al menos delante de Madeleine. Un año después de la muerte de su padre supo que se había vuelto a casar, y escribió en su diario:  

“¡Oh dolor y vergüenza de tener que pensar en esto! ¡Qué dulce ha de ser tener una madre! Pero te hemos tenido, oh padre tan amado, y nada le ha faltado a nuestro corazón.”

Y no sólo los hermanos, su padre, cada vez más ensimismado, abandonado y agobiado deja en manos de su hija mayor el peso de la dirección de la casa. Habían dejado el piso de Rouen, lleno de siniestros recuerdos. La familia se instaló en Cuverville, el amplio castillo que cobijaba a la familia en los veranos, pasa a ser su residencia permanente. Rodeado de enormes terrenos, el sistema de granjeros que pagaban su diezmo está en su apogeo. La granja, el jardín, los frutales, la cidra, los quesos. Todo pasa a estar bajo la grave supervisión de Madeleine, y será su refugio en lo que le queda de vida. Ahí se encuentra la puerta estrecha que titulará uno de los primeros textos de Gide. Madeleine nunca entendió cómo su madre no cuidaba el parque o se escapaba a Rouen en lugar de dirigir el tren doméstico. Siempre recordó las miradas acusadoras de otras mujeres de Rouen al verlos pasar después de la misa.

Preguntarse cómo una niña de 14 años puede sobrellevar esta mancha y llevar la casa adelante es olvidarse de sus ancestros protestantes, tenía una misión que cumplir, sostener su rango y su casa, hacer niños, la limosna, los dulces. Ahí construirá una fortaleza para los suyos, limpia, austera, inatacable.

Las pascuas se pasaban con los Gide en Uzès.

Recupero una anécdota:

Veía algo en el fondo de un agujero en la madera de una puerta, esto lo intrigaba. Se trataba de una bolita dejada por su padre, en su infancia. Describe su excitación cuando se entera de esto. No puede rescatarla. Establece el desafío. Pone su cuerpo dejándose crecer una uña durante un año. Lo intenta de nuevo y la extrae, para observar:

“… en el hueco de mi mano esta bolita gris, desde entonces parecida a todas las bolitas, y que no tenía ningún interés desde el instante en que no estaba más en su hueco. Me sentí estúpido, avergonzado […] enrojeciendo hice recaer la bolita en el agujero (probablemente está ahí todavía) y fui a cortarme las uñas, sin hablar de mi hazaña a nadie”. (Gide. Si le grain ne meurt, pág. 55). 

Niño a la búsqueda de su padre, a través de un objeto imbuido de un brillo fálico, el goce todo un año con el crecimiento de su uña, y la posterior degradación del objeto a la nada, cuando estuvo fuera del hueco. Y ahí su restitución al lugar de origen, el agujero en el campo del Otro. Y el silencio. La hazaña no fue comunicada, explica, porque las felicitaciones que recibiría serían escasas.  

Luego de la muerte de su padre, los Gide se mudan. Pasan unos meses en Normandía, y luego viajan a Montpellier porque Juliette tenía la ilusión que su cuñado Charles Gide se ocuparía de la conducción de André. “¿Le enseñará usted a permanecer puro?” Charles se topa con el rechazo de André, que no encuentra en ninguna autoridad la que su padre no supo ejercer sobre él, y vuelven a París, Pero Madeleine y su tierra de Cuverville serán el puerto mental, el polo de estabilidad hacia el cual el joven y luego el adulto volverá siempre.  

André Gide vivirá desgarrado toda su vida entre dos ejes. El eje comandado por las mujeres de su vida y el llamado pasional del cuerpo que se satisface con jóvenes anónimos, de tez oscura. Él lo dice así:  

… Hoy me sorprendo de la aberración que me movía a creer que cuanto más etéreo era mi amor, más digno resultaba de ella, conservando la ingenuidad de no preguntarme nunca si un amor totalmente descarnado la satisficiese. No me inquietaba pues, en lo más mínimo el que mis deseos carnales se dirigiesen a otros objetos. E incluso llegaba a persuadirme, muy cómodamente, de que más valía así. Los deseos, pensaba yo, son propios del hombre; me tranquilizaba el no admitir que la mujer pudiera experimentar cosa semejante; o que sólo los sintiesen las mujeres de “mala vida”. La vida me había mantenido en la ignorancia al presentarme solamente el ejemplo de esas admirables figuras femeninas que rodearon mi infancia: mi madre, en primer término, la señorita Shackleton, mis tías Clara y Lucía, modelos de decencia, de honestidad, de pudor, a quienes suponer la más leve inquietud carnal fuera injuriar, según parecía.” (Gide, Et nunc manet in te, p. 1465)  

Mi incuriosidad respecto del otro sexo era total; todo el misterio femenino, si hubiera podido descubrirlo con un gesto, ese gesto yo no lo hubiera hecho; me abandonaba a ese halago de llamar reprobación a mis repugnancias y tomar mi aversión por virtud. Vivía replegado, constreñido, y me había hecho un ideal de resistencia; si cedía, era al vicio, no prestaba atención a las provocaciones del afuera. (Gide, Si le grain ne meurt, pág. 128)  

Desde los primeros escritos encontramos el negativo de sus escenas fantasmáticas de la infancia. De las aguas que llevan a la descomposición, la imagen de hermosos niños jugando en la playa, salpicando, que nos llega como un sueño:    

“Yo hubiera querido bañarme también, cerca de ellos, y, con ambas manos, sentir la dulzura de sus pieles oscuras. Pero estaba solo; entonces me vino un gran escalofrío, y lloré la huida inatrapable del sueño…”.  

Los niños de piel oscura son irremediablemente Otro: el que el joven escritor burgués, tuberculoso, torturado por la conciencia y su cuerpo no será jamás.

El niño Gide, escribe Lacan,  entre la muerte y el erotismo masturbatorio, no tiene del amor más que la palabra que protege y la que prohíbe; la muerte se ha llevado, con su padre, la que humaniza el deseo. Por eso el deseo está confinado, para él, a la clandestinidad.”  

En su viaje a Biskra con un amigo pasa por su primer experiencia  heterosexual con una niña de la tribu de Ouled Naïl, Mériem. Las niñas de esta tribu se preparan para el matrimonio practicando la prostitución para adquirir un marido. Y ella tenía un hermano al que se parecía mucho. Gide la relata como una experiencia extraordinaria donde pudo por fin respirar bien. Pero…  

“Su belleza misma me helaba. Sentía por ella una especie de admiración, pero ni la más mínima sospecha de deseo. Llegaba a ella como un adorador sin ofrenda. A la inversa de Pigmalion, me parecía que en mis brazos la mujer se transformaba en estatua; o más bien es a mí a quien sentía de mármol. Caricias, provocación, nada hicieron: me quedé mudo, y la dejé no habiendo podido darle más que dinero.”  

Juliette, llamada a causa de un recrudecimiento de su tuberculosis desembarca rápidamente en Biskra.  

“Para mí, que comenzaba a vivir, quiero decir a abrirme a la alegría, me pareció que, salido penosamente de una cava, volvía a caer bruscamente desde el sexto piso”.  

De sus recuerdos de viajes por África:     

“En la calle de los Ouled, cada mujer delante de su puerta, como ante un nicho, ríe y se propone a aquel que pasa.

Pero lo que vi de más hermoso aquella noche (al pasar y el tiempo de una ojeada, mientras la mujer me llama) fue, por esta puerta abierta y franqueada de un salto por mi deseo, un jardín negro, estrecho, profundo (donde se pasea mi deseo) que veo apenas, donde el tronco de un ciprés que veo se sumerge en el agua que sospecho – y, más lejos, iluminada por detrás, luminosa, cerrando un umbral misterioso, una cortina blanca.” (Gide, Amyntas, pág. 104)  

Cortina que coloca el perverso ante el horror a la castración materna. Sabe de ella, pero la reniega. La función fálica implica la dialéctica del ser y el tener. Donde se es no se tiene, donde se tiene no se es. Para nuestro escritor ella es y lo tiene, y él es y lo tiene. Esta falta de circulación hace de todo ser un fetiche. Y detrás de una cortina puede haber cualquier presencia.  

Desde su infancia, la correspondencia entre Madeleine y Gide fue casi cotidiana cuando los alejaba la vida.

Miles de cartas fueron intercambiadas y guardadas cuidadosamente por ambos.

Las de ella nos muestran un amor inefable, según sus amigos un amor en ausencia, impregnados de nostalgia. Pero también muestran una mujer inteligente, culta, fina y dotada, cuya irradiación fuera del círculo íntimo podía atemperarse para dejar su lugar a la luminosidad de su marido.

Diez años le tomó a Gide convencer a Madeleine que debían casarse. En el ínterin, como Juliette, rechazó algunos pretendientes.

Juliette y sus hermanas hicieron lo suyo. Que las visitas de André eran mal vistas, que eran primos y eso tocaba lo incestuoso, que era responsable por sus hermanos, etc. Hubo un intento de no escribirse por un tiempo porque “qué iba a pensar el cartero de las pesadas cartas que llegaban regularmente de André”. La muerte de Juliette cambió la situación.

Por las cartas de Juliette a André y a Madeleine se sabe que la consideraba una hija. Y como tal le decía lo que le convenía. En sus últimos tiempos, tal vez ya sabiendo qué vida llevaba su hijo, accedió a ese casamiento que se llevó a cabo meses después de la muerte de Juliette.

Durante el matrimonio, ella viviendo en Cuverville y él en París, las cartas continuaron. Para ella “era lo más preciado de mi vida”. Para él “contenían lo mejor de su corazón y su pensamiento”. Madeleine supo no ver lo que quería ignorar. Esa vida dividida entre el amor y el deseo, sin la posibilidad neurótica de llegar a desear aquello que se ama. Para Gide la única posibilidad de encontrar algún contacto vital de lo que no vivió en su infancia. Para Madeleine la solución para el rechazo absoluto de la sexualidad de su madre y su fijación a su padre sufriente. Gide hablará así de su duplicidad.

“Mi placer, como ni mi corazón ni mi espíritu participaban en él, no me parecía serle infiel al buscar lejos de ella una satisfacción de la carne que no sabía pedirle a ella (Gide, Et nunc manet in te, pág. 1465).

Los primeros veinte años de matrimonio se desarrollaron así. Ella vivía en Cuverville donde se desenvolvía como castellana con todos los títulos. Querida y respetada en su región, recibía con afecto y eficacia a sus hermanos y sobrinos y a unos pocos amigos de Gide y sus esposas con sus niños. Amigos muy elegidos del cenáculo parisino que no hirieran la sensibilidad de Madeleine.

En esos veinte años Gide llevó a Madeleine 3 ó 4 veces a Argelia. La última cuando se refugiaron ahí durante la ocupación de París. Hasta que finalmente Madeleine eligió quedarse en su castillo y esperar las cartas de su marido.

De la vida que él llevaba en París, tanto en la villa Montmorency como en la rue Vanneau, nadie sabe que le llegaran a ella noticias de su envergadura,

Este acuerdo duró más de veinte años en armonía y respeto. Pero Gide rompió las reglas. Un día  se enamoró de un joven que conocía desde su nacimiento. Partió a Londres con él y antes del viaje no pudo evitar que Madeleine, viendo en su rostro “menos nobleza”, se diera cuenta con quién viajaba. A su regreso André pide el acceso a las cartas y ella le dice que ya no están. Por boca de ella se entera que,  habiéndolas releído una por una, las arrojó al fuego. Lacan considera este el único acto en que nos muestra con claridad separarse del misterio del destino que la unió a André Gide.  Acto que la muestra una mujer, una verdadera mujer, en su entereza de mujer: dolor, rencor, venganza ante la intolerable traición.

“No digas nada, no digas nunca más nada. Prefiero tu silencio a tu disimulo”.

El gemido de Gide ahí también es el de una hembra de primate golpeada en el vientre. Brama ante sus amigos a quienes les cuenta su drama porque le ha sido arrancada esa duplicación de sí mismo que eran sus cartas, a las que llamaba sus hijas. Cartas donde la letra viene a ocupar el lugar que debía ocupar el deseo.

Pasaron algunos años y tuvo que llegar el viaje al Congo con la intención de “hacer algo por los aborígenes”, para que Madeleine derrita el hielo y se restituya la correspondencia  

Desde los 19 años André Gide escribió un diario.

“Me ocupaba mucho de mi personaje; la preocupación de parecer precisamente lo que sentía que era, lo que quería ser: un artista, iba hasta a impedirme ser, y hacía de mí lo que se llama: un simulador. En el espejo de un pequeño escritorio, heredado de Anna, que mi madre había puesto en mi cuarto y sobre el cual trabajaba, contemplaba mis rasgos, incansablemente, los estudiaba, los educaba como un actor, y buscaba sobre mis labios, en mis miradas, la expresión de todas las pasiones que anhelaba sentir. Sobre todo hubiera querido hacerme amar; daba mi alma en cambio. En ese tiempo, no podía escribir, y casi iba a decir: pensar, sino frente a este pequeño espejo; para tomar conocimiento de mi emoción, de mi pensamiento, me parecía que, en mis ojos, me era necesario primero leerlos. Como Narciso, me inclinaba sobre mi imagen; todas las frases que entonces escribía siguen estando un poco curvadas. (Gide, Si le grain ne meurt, pág. 234)

El joven simula, se hace objeto bajo la mirada de los otros. Actúa a ser artista como actuaba la enfermedad en la época de la escuela.

Para terminar, transcribo un párrafo de su libro sobre Oscar Wilde. El día que lo conoció salieron a cenar con dos amigos. Y escribe así.

“Concluida la cena, salimos. Como mis dos amigos caminaran juntos, Wilde me llevó aparte:

  • Escucha usted con los ojos – me dijo con cierta brusquedad-; he aquí por qué voy a contarle esta historia. Cuando murió Narciso, las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron del río gotas de agua para llorarle. “¡Oh!”, les respondió el río, “aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: Yo le amaba.” “¡Oh!”, prosiguieron las flores de los campos, “¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso.” “¿Era hermoso?”, dijo el río. “¿Y quién mejor que tú para saberlo?”, dijeron las flores. “Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza…”

   Wilde se detuvo un instante…

    • “Si yo le amaba”, respondió el río, “es porque cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.”