Thomas el Oscuro

Thomas el Oscuro

Referencia de Autores y textos en la obra de Jacques Lacan

“Thomas el Oscuro (nueva versión)”

de Maurice Blanchot (1907-2003)

Perla T. de Cheb Terra

Finalizando el dictado del Seminario “La identificación” (1961-62), Jacques Lacan encuentra un recuro literario para mostrar la imagen del “objeto a” y la estructura del fantasma en uno de los capítulos de la atrapante novela “Thomas el Oscuro”, de Maurice Blanchot. La imagen de una rata, hará su aparición al estilo de aquella en la que Sigmund Freud reconoció el -horror fascinado- en un paciente y que nos legó como el historial “A propósito de un caso de neurosis obsesiva (caso del Hombre de las Ratas)” en 1909.

Mostrando su emoción ante el hallazgo de la novela cuyo comentario nos ocupa, Jacques Lacan la recupera en los siguientes términos:

“… querría hacerles parte de la dicha que pude obtener al encontrar esos pensamientos bajo la pluma de alguien que considero simplemente como el poeta de nuestras letras, que ha ido indiscutiblemente más lejos que cualquier otro presente o pasado en la vía de la realización del fantasma, nombro a Maurice Blanchot…”.

En relación al título de la obra, específicamente su rasgo de (nueva versión), recupero el comentario que antecede al primer capítulo:

“Hay, para toda obra, una infinitud de variantes posibles. A las páginas tituladas Thomas el Oscuro, escritas a partir de 1932, entregadas al editor en mayo de 1940 y publicadas en 1941, la presente versión no añade nada, aunque como le suprime mucho puede decirse que es distinta, e incluso totalmente nueva, pero también totalmente idéntica, si, entre la figura y lo que es o cree ser su centro, con razón no se distingue; toda vez que la figura completa no expresa ella misma más que la búsqueda de un centro imaginario”.

Se reproducen al final los capítulos II y IV completos de “Thomas el Oscuro”(nueva versión), que serán citados en el trabajo que se realizó sobre esta referencia y una breve Biografía del autor.
Vayamos al texto.

“Thomas el Oscuro” es una novela que se divide en XII capítulos. Es en el IV que Jacques Lacan encontró la lucha despiadada que libró el protagonista frente a las páginas de un libro, enfrentado a sus palabras.

Dice Maurice Blanchot:

“… Estaba, ante cada signo, en la situación en que se encuentra el macho cuando la mantis religiosa va a devorarle. Uno y otra se observaban. Las palabras, extraídas de un libro que cobraba una fuerza mortal, ejercían sobre la mirada, que las tocaba, una atracción dulce y placentera a la vez. Una a una, como un ojo medio cerrado, se dejaban penetrar por la intensa mirada que en otras circunstancias no habrían soportado. Thomas se deslizó, pues, por aquellos pasillos, indefenso, hasta que fue sorprendido por la intimidad de la palabra. No era para alarmarse todavía, al contrario, era un momento casi agradable, que le hubiera gustado prolongar…”.

Comienza así la danza entre Thomas y su fantasma, atrapado en las redes de la fascinación, aún, esa mirada que mira el libro ignora la trampa que se teje entre las palabras que lo miran…

“… se veía con placer en aquel ojo que le veía. Su placer se hizo incluso demasiado grande. Se hizo tan grande, tan implacable, que lo soportó con una especie de terror y que, incorporándose, momento insoportable, sin recibir de su interlocutor ningún signo cómplice, percibió toda la extrañeza que había en ser observado por una palabra como por un ser vivo…”

Palabras que salieron del libro para comenzar la lucha… la palabra ojos, él, yo, inocencia. Su ser quedó entregado a la palabra ser…

La noche lo encontró sumido en la angustia “… Tenía que habérselas con algo inaccesible, extraño, algo de lo que podía decir: eso no existe, y que sin embargo, llenándolo de terror, sentía errar en el ámbito de su soledad. Habiendo velado toda la noche y todo el día con aquel ser, y cuando se disponía a descansar, se dio cuenta bruscamente de que otro ser había reemplazado al primero, tan inaccesible, tan oscuro, y sin embargo tan diferente…”

Thomas llega a la desesperación, la novela nos conmueve, nos acerca y nos hace uno con él, al mostrarnos que le sucede lo que a cada uno: la ficción del fantasma es nuestra realidad. Realidad y fantasía se entremezclan, imposible distinguir su frontera, sueña despierto, su fantasma encuentra en los objetos que se sustituyen: una rata, otra quizás o alguna presencia fascinante y horrorosa al mismo tiempo, sensaciones que lo arrojan a refugiarse en los rincones de una habitación pequeña para alejarse de una ausencia que sentía cada vez más cerca de él… “a una distancia ínfima, aunque irreductible”.

Thomas tomó coraje y salió a enfrentar a su fantasma “… en aquel estado se sintió mordido o golpeado, no podía saberlo, por lo que le pareció ser una palabra, pero que se asemejaba más bien a una rata gigantesca de ojos penetrantes, de dientes puros, un animal todopoderoso. Viéndola a algunas pulgadas de su rostro, no pudo evitar el deseo de devorarla, de arrastrarla consigo a la intimidad más profunda. Se arrojó sobre ella y, hundiéndole las uñas en las entrañas, trató de hacerla suya. La noche tocó a su fin.”

Pero la lucha de Thomas con las palabras no concluía, su sueño despierto no encontraba el reposo y lo agitaba desde las profundidad de su ser a reencontrarse con el mundo de su fabulación. Las palabras hechas imágenes no cesaban su creación para sumergirlo en el terreno de la pesadilla.

Así Thomas llega momentáneamente al final de su lucha, pues su aventura continúa en los próximos capítulos. Por ahora su tiempo queda suspendido para ponerse en movimiento otra vez, al llamado que le haga su objeto de fascinación y repulsa, para recomenzar su aventura imaginaria.

Concluye Maurice Blanchot: “Una y otra vez Thomas era empujado al fondo de su ser por las mismas palabras que le habían acosado y a las que él perseguía como su pesadilla y como la explicación de su pesadilla. Se volvía a encontrar siempre más vacío y más pesado, moviéndose con una fatiga infinita. Su cuerpo, después de tantas luchas, se hizo completamente opaco y, a aquellos que le miraban, daba la impresión apacible del sueño, aunque no hubiera dejado de estar despierto un solo instante.”

En el capítulo II, Maurice Blanchot, que ya nos ha sumergido en su primer capítulo en la profundidad del mar y nos ha hecho emerger a su superficie para volver a hundirnos junto a él, a Thomas y al juego de sentidos opuestos en que convierte cada una de las palabras y de las manifestaciones del ser, nos conduce a un elemento que quisiera destacar en el marco de esta referencia, siguiendo el hallazgo de Jacques Lacan, tanto del texto como de su concepto “el objeto a”.

La teoría psicoanalítica nos ha enseñado a reconocer a este objeto en cuatro formas posibles de presentación (voz, mirada, seno y excremento). Quisiera destacar aquí una de sus posiciones –objeto mirada- que encontramos en la pulsión escópica. Objeto mirada que se distingue del ojo, es más, se nos plantea que hay una esquizia entre el ojo en su función de órgano y la mirada.

Jacques Lacan en su Seminario “Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis” (1964) ejemplifica la esquizia del sujeto con el sueño: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?, planteado por Sigmund Freud en “La interpretación de los sueños” como “Niño que se abrasa”, dice:

“… dónde está la esquizia del sujeto. Esta esquizia persiste después del despertar. Persiste entre el regreso a lo real, la representación del mundo que ha logrado por fin volver a ponerse de pie, los brazos alzados, qué desgracia, qué pasó, qué horror, qué necedad, qué idiota ése, que se quedó dormido, y la conciencia que se vuelve a tramar, que sabe que vive todo eso como una pesadilla pero que, sin embargo, se recupera a sí misma, yo soy quien vivo todo eso, no necesito pellizcarme para saber que no sueño. Pero sucede que aquí esa esquizia sólo representa la esquizia más profunda, que es preciso situar entre lo que refiere al sujeto en la maquinaria del sueño, la imagen del hijo que se acerca, con una mirada llena de reproche y, por otra parte, aquello que lo causa y en lo cual cae: invocación, voz del niño, solicitación a la mirada –Padre, acaso no ves…?”

Maurice Blanchot lo resume de esta forma en el capítulo II:

“… Era la noche misma. Las imágenes de su oscuridad le anegaban. No veía nada, pero lejos de preocuparse por ello, hacía de esta ausencia de visión el punto culminante de su mirada. Su ojo, inútil para ver, adquiría proporciones extraordinarias, se desarrollaba de una manera desmesurada y, extendiéndose sobre el horizonte, dejaba que la noche penetrara en su centro para recibir el día. En medio de este vacío se mezclaban la mirada y el objeto de la mirada. Y no sólo el ojo, que no veía nada, recelaba algo, sino incluso recelaba la causa de la visión. Veía como objeto aquello que le impedía ver. Su propia mirada le penetraba en forma de imagen, en el momento en que esa mirada era considerada como la muerte de toda imagen. Esto deparó a Thomas nuevas preocupaciones. Su soledad no le pareció tan completa y tuvo incluso la sensación de que había tropezado con algo real que trataba de deslizarse dentro de él…”

Quedaremos en deuda por siempre con los creadores de imágenes en palabras, con los artistas del lenguaje que nos elevan y nos hacen descender, avanzar y retroceder en sus escritos; con Sigmund Freud y Jacques Lacan que nos guiaron hacia obras y autores magistrales y que no dudaron a la hora de indicarnos que en la literatura encontraríamos un lugar para seguir pensando nuestros problemas cruciales en psicoanálisis.

 

“Thomas el Oscuro (nueva versión)” de Maurice Blanchot
Capítulo II

Finalmente se decidió a volver la espalda al mar y se internó en un bosquecillo donde, al cabo de algunos pasos, se tendió. El día estaba a punto de terminar; apenas quedaba luz, aunque todavía podían distinguirse ciertos detalles del paisaje y, en particular, la colina que recortaba el horizonte y brillaba, desdeñosa y libre. Lo que inquietaba a Thomas era el estar recostado en la hierba y desear continuar allí largo rato, a pesar de estarle prohibida esa postura. En vista de que caía la noche trató de incorporarse y, con las dos manos apoyadas en el suelo, puso una rodilla en tierra, mientras su otra pierna se balanceaba; luego, hizo un brusco movimiento y consiguió mantenerse erguido. Estaba, por lo tanto, de pie. Adecir verdad había en su manera de ser una indecisión que abrigaba algunas dudas sobre todo lo que hacía. Así, aunque tuviera los ojos cerrados, no parecía que hubiese renunciado a ver en las tinieblas; era más bien lo contrario. Del mismo modo, cuando se puso andar, daba la impresión de que no eran sus piernas, sino su deseo de no andar lo que le hacía avanzar. Descendió a una especie de gruta que, en un principio, había creído suficientemente ancha, pero que muy pronto le pareció de una exigüidad exagerada: delante, detrás, por encima de él, no importa donde dirigiera las manos, chocaba brutalmente con una pared tan sólida tomo un muro de cemento; en todas direcciones se le cortaba el camino; un muro infranqueable le rodeaba, y el muro no era el mayor obstáculo, había que contar también con su voluntad firmemente decidida a dejarle dormir allí, en una pasividad semejante a la muerte. Locura, pues; en esa incertidumbre, buscando a tientas los límites de la abovedada fosa, apoyó todo su cuerpo contra la pared y esperó. Le dominaba la sensación de estar siendo empujado hacia adelante por su renuncia a avanzar. Tampoco se sorprendió demasiado, con tanta fuerza su ansiedad le mostraba claramente el futuro, cuan­do poco más tarde se vio transportado algunos pasos más lejos. Algunos pasos, parecía increíble. Sin duda su avance era más aparente que real, ya que, al no distinguirse el nuevo lugar del antiguo, tropezaba con las mismas dificultades; era, en cierta manera, el mismo lugar del que se alejaba por miedo a alejarse. En aquel momento, Thomas cometió la imprudencia de echar una mirada a su alrededor. La noche era más sombría y más triste de lo que podía esperarse. La oscuridad lo cubría todo, no había ninguna esperanza de atravesar las sombras, pero se palpaba la realidad en una relación de una intimidad perturbadora. Su primera observación fue que todavía podía servirse de su cuerpo, particularmente de sus ojos; y no era que viese algo, sino que lo que miraba, a la larga le ponía en relación con una masa nocturna que percibía vagamente como si formase parte de él mismo, una masa en la que se encon­traba inmerso. Naturalmente, sólo formuló esta observación a título de hipótesis, como un punto de vista cómodo al que recurría sólo ante la necesidad de desenmarañar las circunstancias nuevas. Como no había forma de medir el tiempo, esperó probablemente horas, antes de aceptar esta manera de ver; pero fue como si el miedo hubiera hecho presa en él de repente y, avergonzado, levantó la cabeza albergando una idea que le había estado rondando: fuera de él se encontraba algo parecido a su propio pensamiento que su mirada o su mano podría tocar. Fantasía repugnante. Pronto la noche le pareció más sombría, más terrible que cualquier otra noche, como si brotara realmente de una herida del pensamiento que ya no podía pensar, del pensamiento tomado irónicamente como objeto por  algo distinto al pensamiento. Era la noche misma. Las imágenes de su oscuridad le anegaban. No veía nada, pero lejos de preocuparse por ello, hacía de esta ausencia de visión el punto culminante de su mirada. Su ojo, inútil para ver, adquiría proporciones extraordinarias, se desarrollaba de una manera desmesurada y, extendiéndose sobre el horizonte, dejaba que la noche penetrara en su centro para recibir al día. En medio de este vacío se mezclaba la mirada y el objeto de la mirada. Y no sólo ese ojo, que no veía nada, recelaba algo, sino que incluso recelaba la causa de su visión. Veía como objeto aquello que le impedía ver. Su propia mirada le penetraba en forma de imagen, en el momento en que esa mirada era considerada como la muerte de toda imagen. Esto deparó a Thomas nuevas preocupacio­nes. Su soledad no le pareció tan completa y tuvo incluso la sensación de que había tropezado con algo real que trataba de deslizarse dentro de él. Quizá habría podido interpretar esta sensación de modo distinto, pero no podía resistir la tentación de lo peor. Su excusa era que ante una impresión tan fuerte y tan penosa era casi imposible no ceder. Incluso si hubiera negado la verdad, habría sentido un gran malestar de no creer en algo excesivo y violento, pues con toda certeza un cuerpo extraño se había alojado en su pupila y se esforzaba por ir más lejos. Era algo insólito, realmente molesto, tanto más molesto cuanto que no se trataba de un objeto pequeño, sino de árboles ente­ros, de todo el bosque todavía palpitante y lleno de vida. Experimentaba todo esto como una debilidad denigrante y dejó de prestar atención a los detalles de los acontecimientos, Quizá un hombre se había deslizado por la misma grieta; no hubiera podido afirmarlo, pero tampoco negarlo. Sintió como si las olas invadieran la especie de abismo que él era. Todo esto no le preocupaba sino escasamente. No prestaba atención más que a sus manos, ocupadas en reconocer a los seres entremezclados con él de los que discernía parcialmente el carácter: perro re­presentado por una oreja, pájaro en el lugar del árbol sobre el que cantaba. Gracias a estos seres que se entregaban a actos que escapaban a toda interpretación, fueron construyéndose edificios, ciudades enteras, ciudades reales hechas de vacío y de milla­res de piedras amontonadas, criaturas rodando en la sangre y a veces desgarrando las arterias, que representaban el papel de lo que Thomas llamaba en otro tiempo las ideas y las pasiones. El miedo se apoderó de él, un miedo que no se distinguía en nada de su cadáver. El deseo era ese mismo cadáver que abría los ojos y, sabiéndose muerto, ascendía torpemente hasta la boca como un animal tragado vivo. Los sentimientos, primero le poseyeron, luego le devoraron. Mil manos, que no eran más que su mano, le oprimían cada trozo de su carne. Una mortal angustia le sacudía el corazón. Sabía que su pensamiento, confundido con la noche, velaba alrededor de su cuerpo. Sabía tam­bién, terrible certidumbre, que buscaba una salida para entrar en él. Contra sus labios, en su boca, se entregaba a una unión  monstruosa. Suscitaba bajo los párpados una mirada necesaria. Y al mismo tiempo destruía furiosamente aquel rostro que besaba. Ciudades prodigiosas, ciudades en ruinas, desapare­cieron. Las piedras fueron arrojadas lejos. Se trasplantaron los árboles. Desaparecieron las manos y los cadáveres. Sólo el cuerpo de Thomas subsistió, privado de sentido. Y el pensamiento, que le habitaba de nuevo, pasó rozando el vacío.

 

“Thomas el Oscuro (nueva versión)” de Maurice Blanchot
Capítulo IV

Thomas se quedó leyendo en su habitación. Estaba sentado, con las manos enlazadas sobre la frente, los pulgares apoyados contra la raíz de los cabellos, tan absorto que ni se inmutaba cuando alguien abría la puerta. Los que entraban, viendo el libro abierto siempre por las mismas páginas, pensaban que fingía leer. Pero leía. Leía con un cuidado y una atención insuperables. Estaba ante cada signo, en la situación en que se encuentra el macho cuando la mantis religiosa va a devorarle. Uno y otra se observaban. Las palabras, extraídas de un libro que cobraba una fuerza mortal, ejercían sobre la mirada, que las tocaba, una atracción dulce y placentera a la vez. Una a una, como un ojo medio cerrado, se dejaban penetrar por la intensa mirada que en otras circunstancias no habrían soportado. Thomas se deslizó, pues, por aquellos pasillos, indefenso, hasta que fue sorprendido por la intimidad de la palabra. No era para alarmarse todavía, al contrario, era un momento casi agradable que le hubiera gustado prolongar. El lector consideraba felizmente aquella chispa de vida que no dudaba haber avivado. Se veía con placer en aquel ojo que le veía. Su placer se hizo incluso demasiado grande. Se hizo tan grande, tan implacable, que lo soportó con una especie de terror y que, incorporándose, momento insoportable, sin recibir de su interlocutor ningún signo cómplice, percibió toda la extrañeza que había en ser observado por una palabra como por un ser vivo, y no únicamente por una palabra, sino por todas las palabras que habitaban aquella palabra, por todas aquellas que la acompañaban y que, a su vez, conte­nían en sí mismas otras tantas palabras, como una procesión de ángeles desplegándose al infinito hasta el ojo de lo absoluto. Lejos de apartarse de un texto tan bien defendido, se entregó con todas sus fuerzas a apropiárselo, rehusando obstinadamente retirar la mirada, creyendo ser todavía un lector profundo, cuando ya las palabras se apoderaban de él y comenzaban a leerle. Estaba atrapado; moldeado por manos inteligibles, mordido por un diente rebosante de savia; penetró, con su cuerpo vivo, en las formas anónimas de las palabras, entregándoles su sustancia, fundando sus relaciones, ofreciendo a la palabra ser su ser. Durante horas permaneció inmóvil, con la palabra ojos, de cuando en cuando, en el lugar de los ojos: estaba inerte, fascinado y desnudo. Incluso más tarde, cuando entregado a la con­templación del libro se reconoció con desagrado bajo la forma del texto que leía, estaba convencido de que en su persona, privada ya de sentido, habitaban palabras oscuras, almas desencarnadas y ángeles de palabras que le exploraban afanosamente, mientras encaramadas sobre sus hombros la palabra Él y la palabra Yo iniciaban la masacre.
La primera vez que distinguió esta presencia, era de noche. Por una luz que se infiltraba a lo largo de las contraventanas y dividía la cama en dos, veía la habitación completamente vacía, tan incapaz de contener un objeto que era un suplicio para la vista. El libro se pudría sobre la mesa. No había nadie en la habitación. Su soledad era completa. Y sin embargo, cuanto más seguro estaba de que no había nadie en la habitación, y ni siquiera en el mundo, mayor era su convencimiento de que alguien estaba allí, que habitaba su sueño, alguien íntimamente cerca de él, a su alrededor y dentro de él. Con un movimiento pueril se levantó de la silla tratando de atravesar la noche; intentando con la mano procurarse algo de luz. Era como un ciego que habiendo oído un ruido, encendiera precipitadamente su lámpara: nada podía permitirle distinguir, no importa en qué forma, aquella presencia. Tenía que habérselas con algo inaccesible, extraño, algo de lo que podía decir: eso no existe, y que sin embargo, llenándole de terror, sentía errar en el ámbito de su soledad. Habiendo velado toda la noche y todo el día con aquel ser, y cuando se disponía a descansar, se dio cuenta bruscamente de que otro ser había reemplazado al primero, tan inaccesible, tan oscuro, y sin embargo tan diferente. Era algo así como una modulación en lo que no existía, una manera diferente de estar ausente, un vacío distinto en el que se inflamaba. Ahora no cabía la menor duda, alguien se le estaba acercando, alguien que ya no estaba en ninguna parte y en todas a la vez, sino sólo a al­gunos pasos, invisible y cierto. Con un movimiento que nada detendría, que nada tampoco precipitaría, venía a su encuentro una fuerza de la que no podía aceptar el contacto. Quiso huir. Salió precipitadamente al pasillo. Jadeante y casi fuera de sí, apenas había dado unos pasos cuando constató el progreso inevitable del ser que se le acercaba. Volvió a la habitación. Atrancó la puerta. Esperó, la espalda apoyada contra la pared. Pero ni los minutos ni las horas, agotaron su espera. Se sentía cada vez más cerca de una ausencia cada vez más monstruosa cuyo encuentro requería el infinito del tiempo. La sentía a cada momento mas cerca de él, a una distancia ínfima, aunque irreductible. I.a veía, ser espantoso que se apretaba ya contra él en el espacio y que, existiendo fuera del tiempo, seguía estando infinitamente alejado. Espera y angustia tan insoportables que le liberaron de sí misino. Una especie de Thomas salió de su cuerpo y fue al encuentro de la amenaza que le acechaba. Sus ojos trataron de mirar, no en el espacio sino en el tiempo y en un punto del tiempo que no existía todavía. Sus manos buscaron un cuerpo impalpable e irreal. Era un esfuerzo tan penoso que aquella cosa, que se alejaba de él y al alejarse trataba de atraerle, le pareció la misma que se acercaba extraordinariamente. Cayó al suelo. Tenía la impresión de estar cubierto de impurezas. Cada parte de su cuerpo sufría una angustia diferente. Su cabeza irre­mediablemente topaba con el mal, sus pulmones lo respiraban. Estaba allí, sobre el parqué, retorciéndose, entrando y saliendo alternativamente de sí mismo. Se arrastraba torpemente, apenas diferente de la serpiente que hubiera querido ser para poder creer en el veneno que sentía en la boca. Escondía la cabeza bajo la cama, en un rincón lleno de polvo; descansaba en las deyecciones como en un lugar refrescante donde se veía más propio que en sí mismo. En aquel estado se sintió mordido o golpea­do, no podía saberlo, por lo que le pareció ser una palabra, pero que se asemejaba más bien a una rata gigantesca de ojos penetrantes, de dientes puros, un animal todopoderoso. Viéndola a algunas pulgadas de su rostro, no pudo evitar el deseo de devo­rarla, de arrastrarla consigo a la intimidad más profunda. Se arrojó sobre ella y, hundiéndole las uñas en las entrañas, trató de hacerla suya. La noche tocó a su fin. La luz que brillaba a través de las contraventanas se apagó. Pero la lucha con aquel horroroso animal que había demostrado una dignidad y una magnificencia incomparables, duró un tiempo que no podía medirse. Era una lucha horrible para aquel ser tirado en el suelo que rechinaba los dientes, se arañaba el rostro, se arrancaba los ojos para tragar al animal y que, de conservar la apariencia de un hombre, habría parecido un demente. Comparado con aquella especie de ángel negro, era casi hermoso, cubierto de un pelo rojo y con los ojos brillantes. Cuando uno creía haber triunfado y veía descender en él, con una náusea incontenible, la palabra inocencia que le corrompía, el otro le devoraba a su vez, arrastrándole al agujero de donde había salido para expulsarlo luego como un cuerpo duro y vacío. Una y otra vez Thomas era empujado al fondo de su ser por las mismas palabras que le habían acosado y a las que él perseguía como su pesadilla y como la explicación de su pesadilla. Se volvía a encontrar siempre más vacío y más pesado, moviéndose con una fatiga infinita. Su cuerpo, después de tantas luchas, se hizo completamente opaco, y, a aquellos que le miraban, daba la impresión apacible del sueño, aunque no hubiera dejado de estar despierto un solo instante.”

 

Breve Biografía del autor:
Maurice Blanchot nace el 27 de septiembre de 1907 y muere el 2 de  febrero de 2003.

Novelista, ensayista y crítico literario francés, estudió Filosofía, Medicina y Psiquiatría. Su primera novela y la más conocida es Thomas el Oscuro (1941), es autor además, entre otras obras, de Aminadab (1942), El Altísimo (1948), Sentencia de muerte (1948), La parte del fuego (1949), El espacio literario (1955), El libro que vendrá (1959), El diálogo inconcluso (1969), La locura de la luz (1973), El paso (no) más allá (1973), La escritura del desastre (1980) y El instante de mi muerte (1994), donde hace escritura, una vez más, de su preocupación por la muerte, tema que no ha abandonado a lo largo de su obra. También es de destacar el valioso  aporte  de sus elaboraciones sobre el sentido de escribir.

En la Universidad de Estrasburgo leerá a Edmund Husserl y a Martin Heidegger en compañía de Emmanuel Levinas, a quien desde entonces le unirá una íntima amistad. Fue un gran admirador de Franz Kafka, de Robert Musil, de Hermann Hesse y de Jorge Luis Borges. Conoce en 1940 a Georges Bataille.

Recordemos el reconocimiento a su persona y a sus obras en algunas de las sentidas palabras de despedida que Jacques Derridá pronunció en el transcurso de la ceremonia de incineración de Maurice Blanchot:
“… ¿Cómo no estremecerse al pronunciar aquí y ahora este nombre, este nombre más sólo que nunca, Maurice Blanchot, cómo no estremecerse cuando, invitado a hacerlo, debo hacerlo en nombre de todos aquellos y de todas aquellas, que aquí mismo o en otros lugares, aman, admiran, leen, escuchan, se han acercado a aquel a quien tantos en el mundo entero, desde hace dos o tres generaciones, consideramos como uno de los mayores pensadores y escritores de este tiempo y no solamente de este país?. Y no solamente en nuestro idioma, pues la traducción de su obra se extiende continuamente y continuará irradiando con su secreta luz en todos los idiomas del mundo”.
Nos sumamos “a todos aquellos y aquellas” agradeciendo que algunas de sus obras hayan sido traducidas a nuestro idioma.