Los elixires del diablo

Los elixires del diablo

Referencia de Autores y textos en la obra de Jacques Lacan

“Los elixires del diablo” de E. T. A. Hoffmann (1776-1822)

Perla T. de Cheb Terrab

Jaques Lacan en el Seminario “La angustia” (1962-63), en la clase del 5 de diciembre de 1962, remite al texto de Sigmund Freud “Lo ominoso” (1919) y destaca de él dos referencia a E. T. A. Hoffmann: el cuento “El Hombre de la Arena” y la  novela “Los elixires del diablo”.

Partiremos de recuperar que Sigmund Freud tomó a la angustia en su definición mínima como una señal en el yo y que el fenómeno de lo Unheimlich (lo ominoso) lo convocó a investigar la particularidad de este sentimiento en el marco de la emergencia de la angustia. Lo destacó como “perteneciente al orden de lo terrorífico, de lo que excita angustia y horror” y halló una vez más en la literatura fantástica el terreno para extraer sus ejemplos.

Jacques Lacan, se encontraba al inicio del dictado de su Seminario, abordando el concepto del “objeto a”. Una de su formas de aparición es la pulsión escópica -objeto mirada- que tiene un lugar privilegiado en la constitución del fantasma de cada sujeto.

Heimlich y Unheimlich serán los términos que recorrerá, siguiendo a Sigmund Freud, señalando que en heim se encuentra la casa del hombre, allí lo que compete al deseo se revela como deseo del Otro, aún más, dirá Jacques Lacan:

“mi deseo entra en el Otro donde es esperado desde la eternidad bajo la forma del objeto que soy, en tanto que él me exilia de mi subjetividad al resolver en sí mismo todos los significantes a los que la subjetividad está afectada. Desde luego esto no ocurre todos los días, y hasta quizás sólo ocurra en los cuentos de Hoffmann.  En “Los elixires del diablo” está totalmente claro. En la nota de Freud se da a entender que uno se pierde un poco en cada rodeo de esa larga y tortuosa verdad, e inclusive ese “perderse allí” forma parte de la función del laberinto que se trata de animar. Pero está claro que, por tomar cada uno ese rodeo, el sujeto no llega, no tiene acceso a su deseo sino sustituyéndose siempre a uno de sus propios dobles.

No es por nada que Freud insiste sobre la dimensión esencial que da a nuestra experiencia del unheimlich el campo de la ficción. En realidad ella es demasiado fugitiva y la ficción la demuestra mucho mejor, la produce incluso de una manera más estable por hallarse mejor articulada. Es una especie de punto ideal, pero cuán precioso para nosotros, ya que a partir de él podremos ver la función del fantasma… ¿Qué es el fantasma?… ein Wunsch, un anhelo e incluso, como todos los anhelos, bastante ingenuo…”

Creemos conveniente ofrecer el Prólogo escrito por E. T. A. Hoffmann a su novela “Los elixires del diablo”, dado que por lo extensa será imposible su reproducción.

A partir de aquí no dudamos que se comprenderá por qué atrajo la atención de Sigmund Freud.  En el Prólogo encontraremos una forma maravillosa de definir el nudo que forman las categorías planteadas por el Psicoanálisis para abordar al sujeto: Simbólico-Imaginario-Real.

Dice E. T. A. Hoffmann: “… me pareció que lo que generalmente llamamos sueño e imaginación podría ser el conocimiento simbólico del hilo misterioso que pasa por nuestra vida, vinculándola en todas sus condiciones, pero que se ha de dar por perdido quien cree haber cobrado con aquel conocimiento la fuerza para romper violentamente el hilo y para hacer frente a los poderes tenebrosos que tienen dominio sobre nosotros…”

 

PRÓLOGO DEL AUTOR

“Desearía llevarte, amigo lector, a los sombríos plátanos bajo los cuales leí por primera vez la historia curiosa de Fray Medardo. Te sentarías junto a mí en aquel mismo banco de piedra, casi escondido entre tallos olorosos y flores de muchos colores; mirarías, lo mismo que yo, con anhelo, hacia las montañas azuladas que en figuras fan­tásticas se elevan del otro lado del valle asoleado, que se extiende delante de nosotros al final de la pérgola. Pero ahora das media vuelta y ves, a veinte pasos escasos detrás de nosotros, un edificio de estilo gótico, cuyo portal está ricamente adornado con estatuas…  Por entre las obscu­ras ramas de los plátanos te miran imágenes de santos, con sus ojos claros, vivos; son los animados frescos que lucen en el ancho muro…  La montaña está sumida en el ber­mellón del sol; se levanta el viento de la tarde; en todas partes hay vida y movimiento. Voces maravillosas pasan susurrando y murmurando entre los árboles y los arbustos: llegan de lejos, como si se fuesen elevando y transforman­do en canto y en tonos de órgano. Hombres graves en trajes de pliegues holgados, con la vista alzada devota­mente, caminan en silencio por las pérgolas del jardín. ¿Han cobrado vida las imágenes de los santos y descendido de las altas cornisas?…  Te sientes rodeado de los horrores misteriosos de los mitos y leyendas milagrosas están representadas allí; tienes la impresión de que todo eso sucede ante tus ojos, y lo creerás de buena gana. En tal estado de ánimo, lees la historia de Medardo, y podrás considerar las visiones extrañas del monje no sólo como meros caprichos desordenados de una imaginación aca­lorada.
Puesto que acabas de ver, amigo lector, imágenes de santos, un convento y monjes, apenas si he de añadir que adonde te he llevado ha sido al magnífico parque del convento de capuchinos de B.
En cierta ocasión, cuando me hospedé pocos días en dicho convento, el venerado prior me mostró como curio­sidad los escritos póstumos de Fray Medardo, que se guar­daban en el archivo, y me costó desvanecer sus dudas
acerca de si convenía entregármelos. El anciano dijo que aquellos escritos debieron haber sido quemados… No sin temor de que seas de la misma opinión que el prior, pongo en tus manos, amigo lector, el libro formado con
aquellos manuscritos.  Pero si te determinas a pasar con Medardo, como si fueses su compañero leal, por obscuros claustros y celdas… por el mundo pintoresco, el más pintoresco de todos, y a sufrir con él lo horroroso, lo es-­
pantoso, lo frenético y lo cómico de su vida, te deleites, tal vez, con las imágenes variadas de la cámara obscura que sé abre ante ti…   También podrá suceder que lo que parece sin forma se te presente distinta y perfiladamente
en cuanto te fijes bien en ello. Ves el germen oculto nacido de unas relaciones obscuras y que, desarrollado en forma de planta lozana, se va proliferando con miles de zarcillos, hasta que una sola flor, al transformarse en fruto maduro, absorbe toda la savia y destruye el germen.
Después de haber leído con sumo interés los escritos del capuchino Medardo, lo cual me resultó muy difícil debido a que el difunto tenía letra muy menuda, ilegible, como suelen tenerla los monjes, incluso me pareció que lo que generalmente llamamos sueño e imaginación podría ser el conocimiento simbólico del hilo misterioso que pasa nuestra vida, vinculándola en todas sus condiciones, pero que se ha de dar por perdido quien cree haber cobrado con aquel conocimiento la fuerza para romper violentamente el hilo y para hacer     frente a los poderes tenebrosos que tienen dominio sobre nosotros.
Puede ser, amigo lector, que sientas lo que sentí yo, y me asisten razones de mucho peso para desearlo de todo corazón.”

Vayamos al texto “Lo ominoso” de Sigmund Freud.

Dice Sigmund Freud en el Capítulo II (Tomo XII. Amorrortu Editores):

“E. T. A. Hoffmann es el maestro inigualado de lo ominoso en la creación literaria. Su novela “Los elixires del diablo” exhibe todo un haz de motivos a los que cabría adscribir el efecto ominoso de la historia. El contenido de la novela es demasiado rico y enredado como para que nos atrevamos a extractarlo. Al final del libro, cuando se agre­gan con posterioridad las premisas de la acción que hasta ese momento se habían mantenido en reserva, el resultado no es el esclarecimiento del lector, sino su perplejidad total. El autor ha acumulado demasiados elementos homogéneos; la impresión del conjunto no amengua por ello, pero sí su comprensión. Es preciso conformarse con destacar los más salientes entre esos motivos de efecto ominoso, a fin de in­dagar si también ellos admiten ser derivados de fuentes in­fantiles. Helos aquí: la presencia de «dobles» en todas sus gradaciones y plasmaciones. vale decir, la aparición de per­sonas que por su idéntico aspecto deben considerarse idén­ticas; el acrecentamiento de esta circunstancia por el salto de procesos anímicos de una de estas personas a la otra -lo que llamaríamos telepatía-, de suerte que una es coposeedora del saber, el sentir y el vivenciar de la otra; la identificación con otra persona hasta el punto de equivocarse sobre el propio yo o situar el yo ajeno en el lugar del propio —o sea, duplicación, división, permutación del yo—, y, por úl­timo, el permanente retorno de lo igual, la repetición de los mismos rasgos faciales, caracteres, destinos, hechos criminales y hasta de los nombres a lo largo de varias generaciones sucesivas.
El motivo del «doble» ha sido estudiado a fondo por O. Rank en un trabajo que lleva ese título (1914). En él se indagan los vínculos del doble con la propia imagen vista en el espejo y con la sombra, el espíritu tutelar, la
doctrina del alma y el miedo a la muerte, pero también se arroja viva luz sobre la sorprendente historia genética de ese motivo. En efecto, el doble fue en su origen una segu­ridad contra el sepultamiento del yo, una «enérgica des­-
mentida {Dementierung} del  poder  de  la muerte» (O. Rank), y es probable que el alma «inmortal» fuera el primer doble del cuerpo. El recurso a esa duplicación para defenderse del aniquilamiento tiene correlato en un medio
figurativo del lenguaje onírico, que gusta de expresar la castración mediante explicación o multiplicación del sím­bolo genital; en la cultura del antiguo Egipto, impulsó a plasmar la imagen artística del muerto en un material im-­
perecedero. Ahora bien, estas representaciones han nacido sobre el terreno del irrestricto amor por sí mismo, el nar­cisismo primario, que gobernaba la vida anímica tanto del niño como del primitivo; con la superación de esta fase
cambia el signo del doble: de un seguro de supervivencia, pasa a ser el ominoso anunciador de la muerte.
La representación del doble no necesariamente es sepultada junto con el narcisismo inicial; en efecto, puede cobrar un nuevo contenido a partir de los posteriores estadios de desarrollo del yo. En el interior de este se forma poco a
poco una instancia particular que puede contraponerse al resto del yo, que sirve a la observación de sí y a la auto­crítica, desempeña el trabajo de la censura psíquica y se vuelve notoria para nuestra consciencia como «consciencia
moral». En el caso patológico del delirio de ser notado, se aísla, se escinde del yo, se vuelve evidente para el médico. El hecho de que exista una instancia así, que puede tratar como objeto al resto del yo; vale decir, el hecho de que
el ser humano sea capaz de observación de sí, posibilita lle­nar la antigua representación del doble con un nuevo con­tenido y atribuirle diversas  cosas,   principalmente todo aquello que aparece ante la autocrítica como perteneciente al viejo narcisismo superado de la época primordial.
Pero no sólo el contenido chocante para la crítica del yo puede incorporarse  al doble; de igual modo, pueden serlo todas las posibilidades incumplidas de plasmación del destino, a que la fantasía sigue aferrada, y todas las aspira-ciones del yo que no pudieron realizarse a consecuencia de unas circunstancias externas desfavorables, así como todas las decisiones voluntarias sofocadas que han producido la ilusión del libre albedrío.
Ahora bien, tras considerar la motivación manifiesta de la figura del doble, debemos decirnos que nada de eso nos permite comprender el grado extraordinariamente alto de ominosidad a él adherido; y a partir del conocimiento que tenemos sobre los procesos anímicos patológicos, estamos autorizados  a  agregar que nada de  ese contenido podría explicar el empeño defensivo que lo proyecta fuera del yo como algo ajeno. Entonces, el carácter de lo ominoso sólo puede estribar en que el doble es una formación oriunda de las épocas primordiales del alma ya superadas, que en aquel tiempo poseyó sin duda un sentido más benigno.  El doble ha  devenido una figura terrorífica del mismo modo como los dioses tras la ruina de su religión, se convierten en demonios.
Siguiendo  el paradigma del motivo del doble, resulta fácil apreciar las otras perturbaciones del yo utilizadas por Hoffmann. En ellas se trata de un retroceso a fases singulares de la historia de desarrollo del sentimiento yoico, de una regresión a épocas en que el yo no se había deslindado aún netamente del mundo exterior, ni del Otro. Creo que estos motivos contribuyen a la impresión de lo ominoso, si bien no resulta fácil aislar su participación. El factor de la repetición de lo igual como fuente del sentimiento ominoso acaso no sea aceptado por todas las personas. Según mis observaciones, bajo ciertas condicio­nes y en combinación con determinadas circunstancias se produce  inequívocamente  un  sentimiento  de  esa  índole, que, además, recuerda al desvalimiento de muchos estados oníricos.

(Ejemplo vivido por Freud)

Cierta vez que en una calurosa tarde yo deambulaba por las calles vacías, para mí desconocidas, de una pe­queña ciudad italiana, fui a dar en un sector acerca de cuyo carácter no pude dudar mucho tiempo. Sólo se veían mu­jeres pintarrajeadas que se asomaban por las ventanas de las casitas, y me apresuré a dejar la estrecha callejuela do­blando en la primera esquina. Pero tras vagar sin rumbo durante un rato, de pronto me encontré de nuevo en la misma calle donde ya empezaba a llamar la atención, y mi apurado alejamiento sólo tuvo por consecuencia que fuera a parar ahí por tercera vez tras un nuevo rodeo. Entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo puedo calificar de ominoso, y sentí alegría cuando, renunciando a ulterio­res viajes de descubrimiento, volví a hallar la piazza que poco antes había abandonado.

Otras situaciones, que tienen en común con la que acabo de describir el retorno no de­liberado, pero se diferencian radicalmente de ella en los demás puntos, engendran empero el mismo sentimiento de desvalimiento y ominosidad. Por ejemplo, cuando uno se extravía en el bosque, acaso sorprendido por la niebla, y a pesar de todos sus esfuerzos por hallar un camino demarcado o familiar retorna repetidas veces a cierto sitio caracterizado por determinado aspecto. O cuando uno anda por una habitación desconocida, oscura, en busca de la puerta o de la perilla de la luz, y por enésima vez tropieza con el mismo mueble, situación que Mark Twain, exagerándola hasta lo grotesco, ha trasmudado en la de una comicidad irresistible.

También en otra serie de experiencias discernimos sin trabajo que es sólo el factor de la repetición no deliberada el que vuelve ominoso algo en sí mismo inofensivo y nos impone la idea de lo fatal, inevitablemente de ordinario
sólo habríamos hablado de «casualidad». Así, es una vi­vencia sin duda indiferente que en un guardarropas reci­bamos como vale cierto número (p. ej., 62) o hallemos que el camarote asignado en el barco lleva ese número.
Pero esa impresión cambia si ambos episodios en sí tri­viales se suceden con poca diferencia de tiempo: si uno se topa con el número 62 varias veces el mismo día y se ve precisado a observar que todo cuanto lleva designación
numérica -direcciones, la pieza del hotel, el vagón de ferrocarril, etc.- presenta una y otra vez el mismo nú­mero, aunque sea como componente. Uno lo halla «omi­noso», y quien no sea impermeable a las tentaciones de la superstición se inclinará a atribuir a ese pertinaz retorno del mismo número un significado secreto, acaso una referencia a la edad de la vida que le está destinado alcanzar. (Freud había cumplido 62 años de edad el año anterior, 1918. Nota de James Strachey). O si uno se ha dedicado últimamente a estudiar los escritos del gran fisiólogo E. Hering y con diferencia de unos pocos días recibe cartas de dos personas de ese nombre de diversos países, cuando hasta entonces nunca había tenido relación con personas que se llamaran así. Un ingenioso investigador de la naturaleza ha intentado hace poco su­bordinar a ciertas leyes sucesos de esa índole, lo cual no podría menos que cancelar la impresión de lo ominoso. No me atrevo a pronunciarme sobre si lo ha logrado. (Kammerer, 1919. Nota de James Strachey).
Sólo de pasada puedo indicar aquí el modo en que lo ominoso del retorno de lo igual puede deducirse de la vida anímica infantil; remito al lector, pues, a una exposición de detalle, ya terminada, que se desarrolla en otro contexto. (“Más allá del principio del placer”).
En lo inconsciente anímico, en efecto, se discierne el imperio de una compulsión de repetición que probablemente depende, a su vez, de la naturaleza más íntima de las pulsiones;  tiene suficiente poder para doblegar al principio de placer, confiere carácter demoníaco a ciertos aspectos de la vida anímica, se exterioriza todavía con mucha niti­dez en las aspiraciones del niño pequeño y gobierna el psicoanálisis de los neuróticos en una parte de su decurso. Todas las elucidaciones anteriores nos hacen esperar que se sienta como ominoso justamente aquello capaz de re­cordar a esa compulsión interior de repetición.”

 

Biografía.
Datos extraídos de “Colección Obras Maestras de Argonauta”.

Ernesto Teodoro Amadeo Hoffmann nació en 1776 y murió en 1822.

Entre estas dos fechas transcurrió una vida de las más extrañas.
El creador del género fantástico fue, sucesiva y alternativamente, licenciado en derecho, cuentista, profesor de música, dibujante, compositor, pintor, director de orquesta, novelista, consejero de Justicia, crítico musical y juez.

A la edad de 16 años se matriculó en la Universidad de Konigsberg, donde cursó leyes y asistió a las clases de Emmanuel Kant, a quien no comprendió. Licenciado en derecho, hubo de enterarse de que tendría que ganarse la vida de otra manera que al servicio del Estado, “a causa de la restricción actual de los Estados de Prusia”. Aceptó el puesto de director de orquesta de Bamberg, donde frecuentó el convento de capuchinos y contrajo amistad con el anciano P. Cirilo. Este trato fue, sin duda, fuente de inspiración para muchas de las páginas de “Los elixires del diablo”.

Escribió con el seudónimo de Juan Kreisler una ópera: Ondina, que tuvo mucho éxito y de la que Schumann hizo elogios.

Se ha dicho de Hoffmann que es la suya una fantasía enfermiza, morbosa, rayana en lo patológico. Como Edgar Allan Poe, utilizaba el alcohol para excitar su imaginación y lanzarla en las regiones de lo fantástico, donde vivía una vida de extraño realismo entre fantasmas.

En “Los elixires del diablo”, se encontrará además de los rasgos inconfundibles de Hoffmann, la “técnica” del doble, el malabarismo entre la realidad y el sueño, la pugna de lo inconsciente por salir al plano de lo consciente y superando todo eso surge la visión metafísica del ser, la lucha formidable entre el bien y el mal.
Agréguese su profundo sentido de lo cómico, cuajado en el personaje del peluquero Schönfeld-Belcampo, y se comprenderá por qué esta obra constituye una de las producciones cumbre del espíritu hu­mano. Con respecto a la última faceta citada de la personalidad literaria de Hoffmann dice Baudelaire en sus CURIOSITÉS ESTHÉTIQUES: “Je pourrais tirer de l’admirable Hoffmann bien d’autres exemples de comique absolu”. (“CURIOSIDADES ESTÉTICAS: Podría extraer del admirable Hoffmann muchos otros ejemplo de cómico absoluto.”)

“Los elixires del diablo”, que el propio Carlyle tradujo al inglés, parecen haber corrido entre los editores españoles la suerte que vislumbró Balzac, cuando, con alusión a la obra de Hoffmann, dijo de su L’Élixier de longue vie: “C’est una fantaisie due á Hoffmann de Berlín, publiée dans quelque almanach d’Allemagne et oubliée dans ses oeuvres par les éditeurs”. (“El Elixir de larga vida: “Es una fantasía debida a Hoffmann de Berlín, publicada en algún almanaque de Alemania y olvidada en sus obras por los editores”.”)

Sus obras completas en la edición Grisebach de Leipzig (1900) comprende 15 volúmenes. Las más importantes fuera de la presente son: Don Juan (1812), Fantasías a la manera de Callot (1814-15), Sufrimientos extraños de un director de teatro (1818), Cuentos noc­turnos. (1817), El pequeño Zacarías (1819), Los hermanos Serapion (1819-21), La señorita de Scuderi (1820), La princesa Brambilla (1821), El maestro pulga (1822).